sábado, 22 de marzo de 2014
viernes, 21 de marzo de 2014
21 de diciembre de 1971 (Roberto Fontanarrosa)
Sí yo sé que ahora hay quienes dicen que fuimos unos hijos
de puta por lo que hicimos con el viejo Casale, yo sé. Nunca falta gente así.
Pero ahora es fácil decirlo, ahora es fácil. Pero habla que estar esos días en
Rosario para entender el fato, mi viejo, que hablar al pedo ahora habla
cualquiera.
Yo no sé si vos te acordás lo que era Rosario en esos días
anteriores al partido. ¡Y qué te digo “esos días”! ¡Desde semanas antes ya se
venía hablando, del partido y la ciudad era una caldera, porque eso era lo que
era la ciudad! Claro, los que ahora hablan son esos turros que después vos los
veías por la calle gritando y saltando como unos desgraciados, festejando en
pedo a los gritos y después ahora te salen con que son... ¿qué son?...
moralistas... ¿De qué se la tiran, hijos de mil putas? Ahora son todos piolas,
es muy fácil hablar. Pero si vos vieras lo que era la ciudad en esos días,
hennano, prendías un fósforo y volaba todo a la mierda. No se hablaba de otra
cosa en los boliches, en la calle, en cualquier parte. Saltaban chispas, te
aseguro. Y la cosa arrancó con el fato de las cábalas. O mejor dicho, de los
maleficios.
—Hay que entender que no era un partido cualquiera,
hermano, era una final final. Porque si bien era una semifinal, el que ganaba
después venía a jugar a Rosario y le rompía el culo a cualquiera. Fuera Central
como Ñul, acá le hacía la fiesta a cualquiera. ¡Y cómo estaban los lepra! ¡Eso,
eso tendrían que acordarse ahora los que hablan al reverendo pedo y nos vienen
a romper las pelotas con el asunto del viejo Casale! ¿No se acuerdan esos
turros cómo estaban los lepra? ¿No se acuerdan ahora, mi viejo? Había que
aguantarlos porque se corrían una fija, pero una fija se corrían, hermano, que
hasta creo que se pensaban que nos iban a llenar la canasta. No que sólo nos
iban a hacer la colita sino que además nos iban a meter cinco, en el Monumental
y para latelevisión. ¡Pero por qué no se van a la concha de su madre! ¡Qué
mierda nos van a hacer cinco esos culosroto! ¡Así se la comieron doblada! ¡Qué
pija que tienen desde ese día y no se la pueden sacar!
Pero la verdad, la verdad, hermano, con una mano en el
corazón, que tenían un equipazo, pero un equipazo, de padre y señor mío.
Hay que reconocerlo. Porque jugaban que daba gusto, el buen
toque y te abrochaban bien abrochado. Estaba Zanabria, el Marito Zanabria; el
Mono Obberti ¡Dios querido, el Mono Obberti, qué jugador! Silva el que era de
Lanús, el albañil. ¡Montes! Montes de cinco; Santamaría el Cucurucho
Santamaría, qué sé yo, era un equipazo, un equipazo hay que reconocer, y la
lepra se corría una fija. ¿Sabés cuántos había en la ruta a Buenos Aires, el
día del partido? Yo no sé, eran miles, millones, yo no sé de dónde habían
salido tantos leprosos. Si son cuatro locos y de golpe, para ese partido,
aparecieron como hormigas los desgraciados. Todos fueron. ¡Lo que era esa ruta,
papito querido! Entonces, oíme, había que recurrir a cualquier cosa. Hay
partidos que no podés perder, tenés que ganar o ganar. No hay tutía. Entonces
si a mí me decían que tenía que matar a mi vieja, que había que hacer cagar al
presidente Kennedy, me daba lo mismo, hermano. Hay partidos que no se pueden
perder. ¿Y qué? ¿Te vas a dejar basurear por estos soretes para que te
refrieguen después la bandera por la jeta toda la vida? No, mi viejo. Entonces,
ahí, hay que recurrir a cualquier cosa. Es como cuando tenés un pariente
enfermo ¿viste? tu vieja, por ejemplo, que por ahí sos capaz hasta de ir a la
iglesia ¿viste? Y te digo, yo esa vez no fui a la iglesia, no fui a la iglesia
porque te juro que no se me ocurrió, mirá vos, que si no... te aseguro que me
confesaba y todo si servía para algo. Pero con los muchachos enganchamos con la
cuestión de las brujerías, de la ruda macho, de enterrar un sapo detrás del
arco de Fenoy, de tirar sal en la puerta de los jugadores de Ñubel y de todas
esas cosas que siempre se habla. Por supuesto que todas las brujas del barrio
ya estaban laburando en la cosa y había muñecos con camiseta de Ñubel clavados
con alfileres, maldiciones pedidas por teléfono y hasta mi vieja que no manya
mucho del asunto tenía un pañuelo atado desde hacía como diez días, de ésos de
“Pilato, Pilato, si no gana Central en River no te desato”. Después la vieja
decía que habíamos ganado por ella, pobre vieja, si hubiera sabido lo del viejo
Casale, pero yo le decía que sí para no desilusionarla a la vieja.
Pero todo el fato de la ruda macho y el sapo de atrás del
arco eran, qué sé yo, cosas muy generales, ya había tipos que lo estaban
haciendo y además, el partido era en el Monumental y no te vas a meter en la
pista olímpica a enterrar un sapo porque vas en cana con treinta cadenas y no
te saca ni Dios después, hermano. Entonces, me acuerdo que empezamos con la
cosa de las cábalas personales. Porque me acuerdo que estábamos en el boliche
de Pedro y veníamos hablando de eso. Entonces, por ejemplo, resolvimos que a
Buenos Aires íbamos a ir en el auto del Dani porque era el auto con el que
habíamos ido una vez a La Plata en un partido contra Estudiantes y que habíamos
ganado dos a cero. Yo iba a llevar, por supuesto, el gorrito que venía llevando
a la cancha todos los últimos partidos y no me había fallado nunca el gorrito.
A ése lo iba a llevar, era un gorrito milagroso ése.El Coqui iba a ir con el
reloj cambiando de lugar, o sea en la muñeca derecha y no en la izquierda,
porque en un partido contra no sé quién se lo había cambiado en el medio tiempo
porque íbamos perdiendo y con eso empatamos.o sea, todo el mundo repasó todas
las cábalas posibles como para ir bien de bien y no dejar ningún detalle
suelto. te digo más, estuvimos parados en la tribuna en el partido contra
Atlanta para pararnos de la misma manera en el partido contra la lepra el
boludo de michi decía que él había estado detrás del Valija y el Miguelito
porfiaba que el que había estado detrás del Valija era él. Mirá vos, hasta eso
estudiamos antes del partido, para que veas cómo venía la mano en esos días. ¿Y
sabés qué te lleva a eso, hermano, sabés qué te lleva a eso? El cagazo,
hermano, el cagazo, el cagazo te lleva a hacer cualquier cosa, como lo que
hicimos con el viejo Casale.
Porque si llegábamos a perder, mamita querida, nos teníamos
que ir de la ciudad, mi viejo, nos teníamos que refugiar en el extranjero, te
juro, no podíamos volver nunca más acá. Íbamos a perecer
esos refugiados camboyanos que se tomaron el piro en una
balsa. Te juro que si perdíamos nosotros agarrábamos el “Ciudad de Rosario” y
por acá, por el Paraná, nos teníamos que ir todos, millones de canallas, no sé,
a Diamante, a Perú, a Cuzco, a la concha de su madre, pero acá no se iba a
poder vivir nunca más con la cargada de los leprosos putos, mí viejo. Ya el
Miguelito había dicho bien claro que él se la daba, que si perdíamos agarraba
un bufo y se volaba la sabiola y te digo que el Miguelito es capaz de eso y
mucho más porque es loco el Miguelito, así que había que creerle. O hacerse
puto, no sé quién había comentado la posibilidad de hacerse trolo y a otra cosa
mariposa, darle a las plumas y salir vestido de loca por Pellegrini y no volver
nunca más a la casa. Pero, te digo, nadie quería ni siquiera sentir hablar de
esa Posibilidad. Ni se nombraba la palabra “derrota”.
Era como cuando se habla del cáncer, hermano. Vos ves que
por ahí te dicen “la papa”, o “tiene otra cosa”, “algo malo”, pero el cangrejo,
mi viejo, no te lo nombra nadie. Y ahí fue cuando sale a relucir lo del viejo
Casale. El viejo Casale era el viejo del Cabezón Casale, un pibe que siempre
venía al boliche y que durante años vino a la cancha con nosotros pero que ya
para ese entonces se había ido a vivir al norte, a Salta creo, lo vi hace poco
por acá, que estaba de paso. Y ahí fue que nos acordamos de que un día, en la
casa del Cabezón, el viejo había dicho que él nunca, pero nunca, lo había visto
perder a Central contra Ñul. Me acuerdo que nos había impresionado porque ese
tipo era un privilegiado del destino. Aunque al principio vos te preguntas,
“¿Cómo carajo hizo este tipo pata no verlo perder nunca a Central contra Ñul?
¿Qué mierda hizo? Este coso no va nunca a la cancha”. Porque, oíme alguna vez
lo tuviste que ver perder, a menos que no vayás a. los clásicos. Y ojo que yo
conozco muchos así, que se borran bien borrados de los clásicos. O que van en
Arroyito, pero que a la cancha del Parque no van en la puta vida. Y me acuerdo
que le preguntarlos eso al viejo y el viejo nos dijo que no, y nos explicó. El
iba siempre, un fana de Central que ni te cuento, pero se había dado, qué sé
yo, una serie de casualidades que hicieron que en un montón de partidos con Ñul
él no pudiera ir por un montón de causas que ni me acuerdo. Que estaba de viaje
por Misiones —el viejo era comisionista—; que ese día se había torcido un
tobillo y no podía caminar, que estaba engripado, que le dolía un huevo, qué sé
yo, en fin, la verdad, hermano— que el viejo la posta posta era que nunca le
había tocado ver un partido en que la lepra nos hubiera roto el orto. Era un
privilegiado el viejo y además, un talismán, querido, porque así como hay tipos
mufa que te hacen perder partidos adonde vayan, hay otros que si vos los llevás
es número puesto que tu equipo gana. No es joda. Y el viejo Casale era uno de
éstos, de los ojetudos.
Entonces ahí nos dijimos “Este viejo tiene que estar en el
Monumental contra Ñubel. No puede ser de otra forma. Tiene que estar”... Claro,
dijimos, seguro que va a estar, si es fana de Central, canalla a muerte. Pero
nos agarró como la duda viste? porque nosotros no era que lo veíamos todos los
días al viejo, te digo más, desde que el Cabezón se había ido al norte a
laburar, al viejo de él no lo habíamos vuelto a ver ni en la cancha, ni en la
calle ni en ninguna parte. Además, el viejo ya estaba bastante veterano porque
debía tener como ochenta pirulos por ese entonces. Bah, en realidad ochenta no,
pero sus sesenta, sesenta y cinco años los tenía por debajo de las patas.
Entonces, con el Valija, el Colorado y el Miguelito decimos
“vamos a la casa del viejo a asegurarnos que va y si no va lo llevamos atado”.
Porque también podía ser que el viejo no fuera porque no tuviera guita, qué sé
yo. Nosotros ya habíamos pensado en hacer una rifa a beneficio, una kermesse,
cualquier cosa. El viejo tenía que ir, era una bandera, un cheque al portador.
La cuestión es que vamos a la casa y... ¿a qué no sabés con
lo que nos sale el viejo? Que andaba mal del bobo y que el médico le había
prohibido terminantemente ir a la cancha, mirá vos. Nos sale con eso. Que no.
Que había tenido un infarto en no sé qué partido, en un partido de mierda
después que una pelota pegó en un palo, que había estado muerto como media hora
y lo habían salvado entre los indios con respiración artificial y masajes en el
cuore, que no había clavado la guampa de puro pedo y que le había quedado tal
cagazo que no había vuelto a ir a la cancha desde hacía ya, mirá lo que te
digo, dos años.
¡Hacía dos años que no iba a la cancha el viejo ese! Y no
era sólo que él no quería ir sino que el médico y, por supuesto, la familia, le
tenían terminantemente prohibido ir, lógicamente. No sé si no le prohibían
incluso escuchar los partidos por radio, no sé si no se lo prohibían, para que
no le pateara el bobo, porque parece que el viejo escuchaba un pedo demasiado
fuerte y se moría, tan jodido andaba. Vos le hacías ¡Uh! en la cara y el viejo
partía. ¡Para qué! Te imaginás nosotros, la desesperación, porque eso era como
un presagio, un anuncio del infierno, hermano, era un preanuncio de que nos
iban a hacer cagar en Buenos Aires, mi viejo. Entonces empezamos a tratar de
hacerle la croqueta al viejo, a convencerlo, a decirle “Pero mire, don Casale,
usted tiene que estar, es una cita de honor. ¡Qué va a estar mal usted del
cuore, si se lo ve cero kilómetro! Vamos, don Casale —me acuerdo que lo jodía
Miguelito— ¿cuántos polvos se echa por día? usted está hecho un toro”. Pero el
viejo, ni mierda, en la suya. Que no y que no.
Le decíamos que el partido iba a ser una joda, que Ñubel
tenía un equipo de mierda y que ya a los quince minutos íbamos a estar tres a
cero arriba, que el partido era una mera formalidad, que el gobierno ya había
decidido que tenía que ganar Central para hacer feliz a mayor cantidad de
gente. No sé, no sé la cantidad de boludeces que le dijimos al viejo para
convencerlo. Pero el viejo nada, una piedra el hijo de puta. Para colmo ya
habían empezado a rondar la mujer del viejo, madre del Cabezón, y una hermana
del Cabezón, que querían saber qué carajo queríamos decirle nosotros al vicio
en esa reunión, porque medio que ya se sospechaban que nosotros no íbamos para
nada bueno. En resumen que el viejo nos dijo que no, que ni loco, que ni
siquiera sabía si iba apoder resistir la tensión de saber que se jugaba el
partido, aun sin escucharlo. Porque el viejo los diarios los leía, tan boludo
no era, y sabía cómo venía la mano, cómo era la cosa, cómo formaban los
equipos, suplentes, historial, antecedentes, chaquetillas, color, todo. Nos
dijo más. “Ese día —nos dijo— bien temprano, antes de que empiecen a pasar los
camiones y los ómnibus con la gente yendo para Buenos Aires, yo me voy a la
quinta de un hermano mío que vive en Villa Diego”. No quería escuchar ni los
bocinazos el viejo. “Me voy tempranito a lo de mi hermano, que a mi hermano le
importa un sorete el fútbol, y me paso el día ahí, sin escuchar radio ni nada”.
Porque el viejo decía y tenla razón, que si se quedaba en la casa, por más que
se encerrara en un ropero, algo iba a oír, algún grito, algún gol, alguna cosa
iba a oír, pobre desgraciado, y se iba a quedar ahí mismo seco en el lugar. Así
que se iba a ir a radicar en la quinta de ese hermano que tenía, para borrarse
del asunto.
Muy bien, muy bien. Te digo que salimos de allí hechos
bosta porque veíamos que la cosa venía muy mal. Casi era ya un dato seguro como
para decir que éramos boleta. Para colmo, al Valija, el día anterior le había
caído una tía del campo y él se acordaba que, en un partido que perdimos con
San Lorenzo, esa misma tía le había venido el día antes. Era un presagio
funesto el de la tía.
Fue cuando decidimos lo del secuestro. Nos fuimos al
boliche y esa noche lo charlamos muy seriamente. El Dani decía que no, que era
una barbaridad, que el viejo se nos iba a morir en el viaje, o en la cancha, y
después se iba a armar un quilombo que íbamos a terminar todos en cana y que, además,
eso sería casi un asesinato. Pero al Dani mucha bola no le dimos porque ha sido
siempre un exagerado y más que un exagerado, medio cagón el Dani. Pero nosotros
estábamos bien decididos y más que nada por una cosa que dijo el Valija: el
viejo estaba diez puntos. Había tenido un infarto, es cierto. Pero hay miles de
tipos que han tenido un infarto y vos los ves caminando tranquilamente por la
yeca y sin hacer tanto quilombo como este viejo pelotudo, con eso de meterse
adentro de un ropero, o no ir a la cancha, o dejar que te rigoree la familia
como la esposa y la otra, la hermana del Cabezón. Por otra parte, y vos lo
sabés, los médicos son unos turros pero unos turros que se ve que lo querían
hacer durar al viejo mil años para sacarle guita, hacerle experimentos y
chuparle la sangre. Y además, como decía el Miguelito y eso era cierto, vos lo
veías al viejo y estaba fenómeno. Con casi sesenta afios no te digo que parecía
un pendejo pero andaba lo más bien. Caminaba, hablaba, se sentaba, qué sé yo,
se movía. ¡Chupaba! Porque a nosotros nos convidó con Cinzano y el viejo se
mandó su medidita, no te digo un vasazo pero su medidita se mandó. La cosa es
que el Miguelito elaboró una teoría que te digo, aún hoy, no me parece
descabellada. ¡El viejo era un curro, hermano! Un turrazo que especulaba con el
fato del bobo para pasarla bien y no laburarla nunca más en la vida de Dios.
Con el sover del bobo no ponía el lomo, lo atendían a cuerpo de rey y —la tenía
a la vieja y a la hermana del Cabezón pendientes de él —viviendo como un bacan,
el viejo. Y... ¿de qué se privaba? De algún faso; que no sé si no fasearía
escondido; y de no ir a—la cancha. Fijate vos, eso era todo. Y vivía como
Carolina de Mónaco el otario. Bueno, con ese argumento y lo que dijo el
Colorado se resolvió todo.
El Colorado nos habló de los grandes ideales, de nuestra
misión frente a la sociedad, de nuestro deber frente a las generaciones
posteriores, los pendejos. Nos dijo que si ese partido se perdía, miles y miles
de pendejos iban a sufrir las consecuencias. Que, para nosotros y eso era
verdad, iba a ser muy duro, pero que nosotros ya estábamos jugados, que
habíamos tenido lo nuestro y que, de últimas, teníamos experiencias en malos
ratos y fulerías. Pero los pibes, los pendejitos de Central, ésos, iban a tener
de por vida una marca en sus vidas que los iba a marcar para siempre, como un
fierro caliente. Que las cargadas que iban a recibir esos pibes, esas
criaturas, en la escuela, los iban a destrozar, les iban a pudrir el bocho para
siempre, iban a ser una o dos generaciones de tipos hechos bolsa, disminuidos
ante los leprosos, temerosos de salir a la calle o mostrarse en público. Y eso
es verdad, hermano, porque yo me acuerdo lo que eran las cargadas en la escuela
primaria, sobre todo.
Yo me acuerdo cuándo perdimos cinco a tres con la lepra en
el Parque después de ir ganando dos a cero, cuando se vendió el Colorado
Bertoldi, que todavía se estará gastando la guita, y te juro que yo por una
semana no me pude levantar de la cama porque no me atrevía a ir a la escuela
para no bancarme la cargada de los lepra. Los pibes son muy hijos de puta para
la cargada, son muy crueles. ¿No viste cómo descuartizan bichos, que agarran
una langosta y le sacan todas las patas? Son unos hijos de puta los pibes en ese
sentido. Y lo que decía el Colorado era verdad. Ahora todo el mundo habla de la
deuda externa, y bueno, hermano, eso era algo así como lo de la deuda externa,
que por la cagada de cuatro reverendos hijos de puta que empeñaron el país, la
tenemos que pagar todos y los hijos y los hijos de nuestros hijos. Y si estaba
en nosotros hacer algo para que eso no pasara, había que hacerlo, mi querido.
Además, como decía el Colorado, ya no era el problema de la cargada de los
pendejos futbolistas, está también el fato del exitismo. Los pibes ven que gana
un equipo y se hacen hinchas de ese equipo, son así, casquivanos. Son hinchas
del campeón. Entonces, ponele que hubiese ganado Ñubel y... ¡a la mierda! ...
de ahí en más todos los pibes se hacían de Ñubel, ponele la firma. Y no te vale
de nada llevarlos a la cancha, conversarlos, hablarles del Gitano Juárez o el
Flaco Menotti, ni comprarles la camiseta de Central apenas nacen. No te vale de
nada. Los pendejos ven que sale River campeón y son de River. Son así. Y en ese
momento no era como ahora que, mal que mal, vos los llevás al Gigante y los
pibes se caen de culo. Entonces, cuando van al chiquero del Parque, por mejor
equipo que pueda tener Ñul, los pibes piensan “Yo no puedo ser hincha de esta
villa miseria” y se hacen de Central. Porque todo entra por los ojos y vos ves
que ahora los pibes por ahí ni siquiera han visto jugar a Central o a Ñul y ya
se hacen hinchas de Central por el estadio. Es otra época, los pendejos son más
materialistas, yo no sé si es la televisión o qué, pero la cosa es que se van
de boca con los edificios.
Entonces la cosa estaba clara, había que secuestrar al
viejo Casale, o sino aguantarse que quince, veinte años depués, hoy por
ejemplo, la ciudad estuviese llena de lepra sos nacidos después de ese partido,
y esto hoy ¿sabés lo que sería? Beirut sería un poroto al lado de esto, hermano
te juro.
El que organizó la “Operación Eichmann”, como lo llamamos,
fue el Colorado. La llamamos así por ese general aleman, el torturador, que se
chorearon de acá una vez los judíos ¿viste? y lo nuestro era más o menos lo
mismo. El Colorado es un tipo muy cerebral, que le carbura muy bien el bocho y
él organizó todo. El Colorado ya no estaba par ese entonces en la O.C.A.L.. La
O.C.A.L., no sé si sabés es una organización de acá, de Rosario, que se llama
así porque son iniciales, O.C.A.L “Organización Canalla Anti Lepra”. Son un
grupo de ñatos como el Ku-Klux-Klan, más o menos, que se reúnen en reuniones
secretas y no sé si no van con capucha y todo a las reuniones, o si queman
algún leproso vivo en cada reunión. Mirá yo no sé si es requisito indispensable
ser hincha de Central, pero seguro seguro, lo que tenés que hacer es odiar a
los lepra. Tenés que odiar más a los lepra que lo que querés a Central.
Hacen reuniones, escriben el libro de actas, piensar
maldades contra los lepra, festejan fechas patrias de partidos que les hemos
ganado, tienen himnos, son como esos tipos los masones esos, que nadie sabe
quiénes son. Andan con antorchas. Bueno, de la O.C.A.L., de la O.C.A.L. al
Colorado lo echaron por fanático, con eso te digo todo pero es un bocho el
Colorado y él fue el que organizó todo el operativo.
Y te la cuento porque es linda, te la cuento porque es
linda, no sé si un día de estos no aparece en el “Selecciones” y todo.
Averiguamos qué ómnibus iba para Villa Diego, adonde tenía la quinta el hermano
del viejo Casale. Desde donde vivía el viejo, ahí por San Juan al mil cuatro
cientos, lo único que lo dejaba en ese entonces, si mal no recuerdo, era el 305
que pasaba por la calle San Luis. O sea que el viejo tenía que tomarlo en San
Luis-Paraguay o San Luis-Corrientes, no más allá de eso a menos que fuera muy
pelotudo y lo fuera a tomar a Bulevar Oroño que no sé para qué mierda iba a
hacer eso. Ahora, la. duda era si el viejo se iba a ir en ómnibus o en auto,
porque si se iba en auto nos recagaba, pero nos jugábamos a que se iba a ir en
ómnibus porque auto no tenía y seguro que el hermano tampoco tenía porque debía
ser un muerto de hambre como él, seguramente. Y te digo que la cosa venía
perfecta, porque el viejo nos había dicho que iba a salir bien temprano para no
infartarse con las bocinas o sea que nosotros podíamos combinarlo con el
horario de salida nuestra para el partido. Porque también nos cagaba si salía a
la una de la tarde para Villa Diego porque después ¿cómo llegábamos nosotros a
Buenos Aires para la hora del partido con el quilombo que era la ruta y en un
ómnibus de línea? Lo más probable es que nos hiciéramos pelota en el camino por
ir a los pedos. Y por otra parte, hermano, Villa Diego queda saliendo para
Buenos Aires o sea que la cosa estaba clavada, era posta posta.
Después hubo que hablar con los otros muchachos, porqu e
convencer al Rulo no nos costó nada, a él le daba lo mismo y, además, le
contamos los entretelones del asunto. Te digo que el Colora manejó la cosa como
un capo, un maestro. El asunto era así, el Rulo es un fana amigo de Central que
tiene un par de ómnibus, está muy bien el Rulo. Y en esa época tenía un par de
coches en la línea 305. Fue un ojete así de grande, porque si no teníamos que
conseguir otro coche, cambiarle el color, pintarlo, qué sé yo, ponerle el
número, un laburo bárbaro. Pero el Rulo tenía dos 305 y con uno de ésos ya
tenía pensado pirarse para el Monumental el día del partido y más bien que se
llevaba como mil monos que también iban para allá. Lo sacaba de servicio y que
se fueran todos a la reputísima madre que los parió, no iba a perderse el
partido ese.
Entonces, el Rulo, con los monos arriba Y nosotros, tenía
que estar con el ómnibus preparado, el motor en marcha, por España,
estacionado. Y el Miguelito se ponía de guardia, tomando un café, justo en un
boliche de ahí cerca desde donde veían la puerta de la casa del viejo Casale.
Creo que a las cinco, nomás, de la matina, ya estaba el Miguelito apostado en
el boliche haciéndose el boludo y junando para la casa del viejo. Te juro que
ni los tupamaros hubieran hecho un operativo como ése, hermano. Fue una maravilla.
Apenas vio que salía el viejo con una canastita donde
seguro se llevaba algún matambre casero, algo de eso, el pobre viejo, el
Miguelito cazó una Vespa que tenía en ese entonces, dio la vuelta a la manzana
y nos avisó. Cargó la moto en el ómnibus, en la parte de atrás, detrás de los
últimos asientos y nos pusimos en marcha.
Ya les habíamos dicho a tres o cuatro pendejos, de esos
quilomberos de la barra, que se hicieran bien los sotas, que no dijeran ni
media palabra y se hicieran los que apoliyaban. Nosotros también, para que no
nos reconociera el viejo, estábamos en los asientos traseros, haciéndonos los
dormido, incluso con la cara tapada con algún pulover, como si nos jodiera la
luz, o con algún piloto.
Te digo que el día había amanecido frío y lluvioso, como la
otra fecha patria, el 25 de Mayo. Además, el quilombo había sido guardar y
esconder todas las banderas, las cornetas, las bolsas con papelitos, los
termos, todo eso. Uno de los muchachos llevaba una bandera de la gran puta que
medía 52 metros ¡52 metros, loco! Media cuadra de bandera que decía “Empalme
Graneros presente” y tuvimos que meterla debajo de un asiento para que el.
viejardo no la vichara.
La cosa es que el viejo subió medio dormido y se sentó en
uno de los asientos de adelante que ya habíamos dejado libre a propósito para
que no viera mucho del ómnibus. Rulo le cobró boleto y todo. Y nadie se hablaba
como si no nos conociéramos. Y como el ómnibus iba haciendo el recorrido
normal, el viejo iba lo más piola, mirando por la ventanilla. La cuestión es
que llegamos a Villa Diego y el viejo tranquilo. Cada tanto, cuando nos pasaba
algún auto con banderas en el techo, tocando bocina, el viejo miraba a los que
tenía cerca y movía la cabeza como diciendo “¡Mirá vos!”.
Se ve que tenía unas ganas de hablar pero nadie quería
darle mucha bola para no pisarse en una de ésas. Así que nos hacíamos todos los
dormidos. Parecía que habían tirado un gas adentro de ese ómnibus hermano. Como
cuando se muere algún ñato ¿viste? que se queda a apoliyar en el auto con el
motor prendido y lo hace cagar el monóxido de carbono, creo. Bueno, así parecía
que a nosotros nos había agarrado el monóxido de carbono. Pero, cuando llegamos
a Villa Diego, por ahí el viejo se levanta y le dice al Rulo “En la esquina,
jefe.”. Y yo no sé qué le dijo el Rulo, algo de que ahí no se podía parar, que
estaba cerrado el tráfico, que había que seguir un poco más adelante y el viejo
se la comió, pero se quedó paradito al lado de la puerta. Al rato, por
supuesto, de nuevo el viejo, “En la esquina”. Ahí ya el Rulo nos miró, porque
se le habían acabado los versos. Y ahí, hermano... ¡vos no sabés lo que fue
eso! Fue como si nos hubiésemos puesto todos de acuerdo y te juro que ni
siquiera lo habíamos hablado. Empezaron los muchachos a desplegar las banderas,
a sacar las cornetas y las banderas por la ventana, y a los gritos, hermano,
“¡Soy canalla, soy canalla!” por las ventanas.
Pero no para el lado del viejo, el pobre viejo, que la cara
que puso no te la puedo describir con palabras, sino para afuera, porque los
grones, con lo quilomberos que son, se habían ido aguantando hasta ahí sin
gritar ni armar quilombo para no deschavarse con el viejo, pero cuando llegó el
momento agarraron las banderas, empezaron a sacar los brazos y golpear las chapas
del costado del ómnibus y también el Rulo empezó a seguir el ritmo con la
bocina.
¿Viste esas películas de cowboy, cuando los choros van a
asaltar una carreta donde parece que no hay nadie, o que la maneja nada más que
un par de jovatos y de golpe se abren los costados y aparecen 17.000 soldados
que los cagan a tiros? ¿Que levantan la lona y estaban todos adentro haciéndose
los sotas? Bueno, ese ómnibus debió ser algo así. De golpe se transfonnó en un
quilombo, un escándalo, una de gritos, de bocinazos, cornetas, una joda. ¡Y la
gente al lado de la ruta! Porque desde la madrugada ya había gente a los
costados de la ruta esperando que pasaran las caravanas de hinchas. Era para
llorar, eso, conmovedor, te saludaban, gritaban, levantaban los puños, por ahí
algún lepra, a las perdidas, te tiraba un cascotazo... Pero vuelvo al viejo, el
viejo, no sabés la caripela que puso. Porque nosotros lo estábamos mirando
porque decíamos: éste es el momento crucial. Ahí el viejo o cagaba la fruta, el
corazón se le hacía bosta, o salía adelante. El viejo miraba para atrás, a
todos los monos que saltaban y cantaban y no lo podía creer. Se volvió a sentar
y creo que hasta San Nicolás no volvió a articular palabra. Te digo que el
Rábano, el hijo de la Nancy ya se había ofrecido a hacerle respiración boca a
boca llegado el caso, que era algo a lo que todos, mal que mal, le habíamos
esquivado el bulto porque, qué sé yo, te da un poco de asco, además con un
viejo.
Pero mirá, te la hago corta. Mirá, cuando el viejo ya vio
que no había arreglo, que no había posibilidad de que lo dejáramos bajar del
ómnibus, se entregó, pero se entregó entregó. Porque, al principio, nosotros
nos acercamos y nos reputeó, nos dijo que éramos unos irresponsables, unos
asesinos, que no teníamos conciencia, que era una,verguenza, qué sé yo todo lo
que nos dijo. Pero después, cuando nosotros le dijimos que él estaba perfecto,
que estaba hecho un toro, que si se había bancado la sorpresa del ómnibus
quería decir que ese cuore se podía bancar cualquier cosa, empezó a
tranquilizarse. El Colorado llegó a decirle que todo era una maniobra nuestra
para demostrarle que él estaba perfectamente sano y que incluso el médico
estaba implicado en la cosa.
Mirá hermano, y creéme porque es la pura verdad ¿qué
intención puedo tener en mentirte, hoy por hoy? mucho antes ya de entrar en
Buenos Aires ese viejo era el más feliz de los mortales, te lo digo yo y te lo
juro por la salud de mis lujos. El viejo cantaba, puteaba, chupaba mate, comía
facturas, gritaba por la ventana y a la cancha se bajó envuelto en una bandera.
No había, en la hinchada, un tipo más feliz que él. Vino con nosotros a la popu
y se bancó toda la espera del partido, que fue más larga que la puta que lo
parió y después se bancó el partido. Estaba verde, eso si, y había momentos en
que parecía que vos lo pinchabas con un alfiler y reventaba como un sapo,
porque yo lo relojeaba a cada momento. Y después del gol del Aldo, yo lo
busqué, lo busqué porque fue tal el quilombo y el desparramo cuando el Aldo la
mandó adentro que yo ni sé por dónde fuimos a caer entre las avalanchas y los
abrazos y los desmayos y esas cosas. Pero después miré para el lado del viejo y
lo vi abrazado a un grandote en musculoso casi trepado arriba del grandote,
llorando. Y ahí me dije: si éste no se murió aquí, no se muere más. Es
inmortal. Y después ni me acordé más del viejo, que lo que alambramos, lo que
cortamos clavos, los fierros que cortamos con el upite, hermano, ni te la
cuento. Eso no se puede relatar, hermano, porque rezábamos, nos dábamos
vueltas, había gente que se sentaba entre todo ese quilombo porque no quería ni
mirar. Porque nos cagaron a pelotazos, ya el segundo tiempo era una cosa que la
tenían siempre ellos y ¿sabés qué era lo fulero, lo terrible? ¡Qué si nos
empataban nos ganaban, hermano, porque ésa es la justa! ¡Nos ganaban esos hijos
de puta! ¡Nos empataban, íbamos a un suplementario y ahí nos iban a hacer
refocilar el orto porque estaban más enteros y se venían como un malón los
guachos! ¡Qué manera de alambrar! Decí que ese día, Dios querido, yo no sé que
tenía el flaco Menuttl que sacó cualquier cosa, sacó todo, vos no quieras creer
lo que sacó ese día ese flaco enclenque que parecía que se rompía a pedazos en
cada centro. Le sacó un cabezazo de pique al suelo a Silva que lo vimos todos
adentro, hermano, que era para ir todos en procesión y besarle el culo al flaco
ése ¡qué pelota le sacó a Silva! Ahí nos infartamos todos, faltaban cinco
minutos y si nos empataban, te repito, éramos boleta en el suplementario. Me acuerdo
que miro para atrás y lo veo al viejo, blanco, pálido, con los ojos
desencajados, pobrecito, pero vivo. Y ahora yo te digo, te digo y me gustaría
que me contesten todos esos que ahora dicen que fue una hijaputez lo que
hicimos con el viejo Casale ese día. Me gustaría que alguno de esos turritos me
contestara si alguno de ellos lo vio como lo vi yo al viejo Casale cuando el
referí dio por terminado el partido, hermano. Que alguno me diga si, de puta
casualidad, lo vio al viejo Casale como lo vi yo cuando el referí dio por
terminado el partido y la cancha era un infierno que no se puede describir en
palabras. Te digo que me, gustaría que alguien me diga si alguien lo vio como
lo vi yo. ¡La cara de felicidad de ese viejo, hermano, la locura de alegría en la
cara de ese viejo! ¡Que alguien me diga si lo vio llorar abrazado a todos como
lo vi llorar yo a ese viejo, que te puedo asegurar que ese día fue para ese
viejo el día más feliz de su vida, pero lejos lejos el día más feliz de su
vida, porque te juro que la alegría que tenía ese viejo era algo impresionante!
Y cuando lo vi caerse al suelo como fulminado por un rayo, porque quedó seco el
pobre viejo, un poco que todos pensamos; “¡qué importa!” ¡Qué más quería que
morir así ese hombre! ¡Esa es la manera de morir para un canalla! ¿Iba a seguir
viviendo? ¿Para qué? ¿Para vivir dos o tres años rasposos más, así como estaba
viviendo, adentro de un ropero, basureado por la esposa y toda la familia? ¡Más
vale morirse así, hermano! Se murió saltando, feliz, abrazado a los muchachos,
al aire libre, con la alegría de haberle roto el orto a la lepra por el resto
de los siglos! ¡Así se tenía que morir, que hasta lo envidio, hermano, te juro,
lo envidio! ¡Porque si uno pudiera elegir la manera de morir, yo elijo ésa, hermano!
Yo elijo ésa.
El cielo entre los durmientes (Humberto constantini)
Ni un alma por la calle. Como si
el sol de la siesta cayendo a pique y después derramándose por todos lados, hubiera
empujado a bichos y gente a quién sabe qué escondidos refugios, adonde el sol
no puede penetrar, pero ante los cuales se queda montando guardia, rabioso y
vigilante como un perro en acecho.
Por la calle vamos Ernesto y yo. Hace cinco minutos, un silbido me arrancó de la sombra de la glicina y me mostró entre dos pilares de la balaustrada un rostro enrojecido y contento. No hubiera sido necesario que me dijera "¿salís?" con un grito breve y exacto como un pelotazo. Yo lo estaba esperando, o mejor dicho yo estaba esperando un pretexto cualquiera para dejar aquella modorra del patio adonde me llegaban ruidos lejanos e incitantes entreverados con el aleteo de algún mangangá.
Por eso no le contesté nada y en seguida estuve con él en la puerta. Se sabe que saldríamos a caminar. Ernesto es así y nuestros doce años no soportan otras tratativas que ese "¿salís?" liso y directo viniendo de un mechón caído sobre los ojos, de una transpirada camiseta amarilla y de unas ganas de hacer muchas cosas que le brillan en la mirada.
Un saludo "¿qué hacés?" y caminamos. El agua de la zanja, un agua barrosa, oscura, caliente, cubierta de protuberancias verdes como el lomo de un sapo, se agita por momentos a impulso de invisibles zambullidas o respira a través de unos globos lentos, pesados, que levantan nuevas ampollas en su pellejo y hacen un extraño ruido de glogloteo como si ya estuviera por soltar el hervor.
Caminamos. La tierra quema en los pies y es lindo sentir ese mordisco cariñoso, de cachorro, con que la tierra nos juguetea por las pantorrillas. Pero más lindo es no sentir nada de eso, sino esas ganas locas de meterse en la tarde como en una selva. ¿No es cierto, Ernesto?
Caminamos. Un aguacil grande y rojo viene a despedirnos, pasa zumbando a nuestro lado y siguiendo la línea de yuyos que bordea la zanja llega hasta el puente de la esquina y vuelve volando a toda máquina amagando un encontrón. - ¡A que no lo agarrás!
Caminamos. Las cuadras del barrio quedan atrás. Los paraísos se cambian en plátanos y después otra vez en paraísos. Flechillas, lenguas de vaca, huevitos de gallo. Esta es otra zanja, no la nuestra. ¿Habrá ranones por aquí?
Caminamos. ¡Aquella montaña! ¡A saltarla! La sangre nos golpea en el pecho y en el rostro. La vida es una alegría retenida en los músculos y es ese olor a sol, a sudor y a piel caliente que viene de la ropa de Ernesto.
Caminamos. Ernesto sabe de muchas cosas. De trabajos, de aventuras, de casas abandonadas y de extraños nombres de calles. Mientras caminamos me habla. Me cuenta un disparate y yo me río. Me río como un loco. Me río tanto que Ernesto se contagia de mi propia risa y empieza a reírse él también. Le salen lágrimas de los ojos, se aprieta el costado, no puede parar. Yo lo miro y me da más risa todavía verlo reír. Caminamos tambaleantes, empujándonos, atorándonos de risa. La risa se nos atropella en la boca, nos crece incontenible por todos lados, nos acompaña por cuadras y cuadras esa risa sin por qué, como si una bandada de gorriones enloquecidos nos estuviera siguiendo.
La esquina. Otra cuadra. La risa. Ladridos detrás de un alambre. Otra cuadra. Magnolias, jardines, postes del teléfono. Otra cuadra. Las alpargatas de Ernesto levantando el polvo en las veredas. Otra cuadra. El cielo, la soledad de la siesta, el silbido de una urraca. Otra cuadra, otra cuadra...
Apoyo de pronto mi mano en el hombro de Ernesto y señalo el terraplén del ferrocarril. -¡A ver quién llega primero!
Salimos como balas. Una ametralladora de pasos y el crujido de los terrones resecos. Oigo el jadeo de Ernesto y apenas veo su camiseta amarilla pegada a mi costado. Me pongo enormemente contento cuando dejo de verla y cuando siento que el jadeo va quedando atrás. Apenas por un par de metros, pero llego primero arriba. Y desde arriba lo miro triunfante.
Ernesto tiene la cara negra de tierra y un sudor barroso le forma ríos en la nuca y la espalda. Yo debo estar igual porque en la manga que me pasé por la frente queda una gran mancha negra y húmeda.
A Ernesto se le ocurre caminar por la vía y vamos pisando los durmientes o haciendo equilibrio sobre los rieles. Lo más lindo son los puentes. Cuando allá abajo vemos la calle entre los durmientes deslizándose como un río. Algunos son muy altos y hay que pisar bien para no caerse. Yo camino despacio, aparentando indiferencia, pero sintiendo en todo momento un ligero vértigo que me obliga a clavar la vista en mis pies, a calcular cada pisada, hipnotizado por ese lomo de tierra que se mueve sin cesar debajo mío.
Ernesto, en cambio, se mueve con maravillosa soltura. Me habla, grita, se da vuelta, corre... Es imposible seguirlo. Anda por ese andamiaje de hierro, madera, viento y cielo como por el patio de su casa. No digo nada, pero pienso que estamos a mano con lo de la carrera.
Llegamos a un puente de poca altura y como viene un tren decidimos verlo pasar desde abajo. Descendemos la pequeña cuesta y nos ubicamos a un costado del puente. Oímos el bramido del tren que se acerca y luego un ruido infernal que hace trepidar toda la tablazón. Las vías parecen curvarse bajo las ruedas. Un pandemonio de vapor, chispas, truenos y aullidos que nos sacude hasta las entrañas. La verdad, sentimos un poco de miedo y deseamos que venga otro tren para reivindicarnos.
Las vías pasan a menos de tres metros sobre la calle. Con un buen salto es posible alcanzar los durmientes y colgarse de allí como de un pasamanos. La idea surge como una pedrada y casi de los dos a un tiempo. Quedarnos colgados cuando pase el tren.
La tarde es un desierto de sol y tierra enardecida.
El cascabeleo de algún lejano carro de lechero y el canto metálico de la cigarra no cortan el silencio, sino que lo hacen más denso aún, más expectante.
Esperamos el rumor que nos anuncie la llegada de un tren. Los minutos transcurren lentos en el calor sofocante del reparo que forman las paredes del puente. Se mastica un yuyo o se sube de vez en cuando a mirar el reverbero distante de las vías.
-A no soltarse, ¿eh?
-No, a no soltarse.
De pronto llega. Es apenas un murmullo perdido entre cien murmullos iguales, pero para nosotros imposible de confundir.
Con cierta parsimonia nos preparamos. Frotamos las manos en la tierra, ensayamos un salto, otro salto. Subimos a verlo, ya está cerca.
Tomamos posiciones.
- ¡Cuando yo diga saltamos!
El silencio, avasallado ahora por aquel torrente que se agranda y se agranda. Nos miramos y miramos los durmientes allá arriba.
-A no solt...
- ¡Ahora!
Me falla un salto. Al segundo estoy arriba balanceándome todavía por el impulso. Ernesto ya está allí, firmemente prendido. Me guiña el ojo. Quiere decir algo, pero no lo escucho porque un ruido ensordecedor me oculta sus palabras. -¿No quemará la locomotora?-. Ya viene. Allí está. Hierros, fuego, vapor y un ruido de pesadilla.
No sabemos cómo fue. Cuando queremos acordarnos los dos estamos a diez metros del puente, mirando cómo los últimos vagones se deslizan haciendo oscilar las vías.
La tarde se nos acuesta entera encima de los hombros. Nos acercamos al puente, cabizbajos, avergonzados.
-¡Vos te soltaste primero!
-¡Tenías una cara de miedo vos!
Otra vez el silencio. La sierra sinfín de la cigarra nos chista y se ríe de nosotros. Estamos agitados, desfigurados por el calor y la excitación pasada.
-Si vos te quedabas, yo me quedaba...
-Yo también, si vos te quedabas, yo me quedaba.
Nos tiramos al suelo para esperar otro tren. La tierra pegándose a la piel mojada. El reverbero de la calle o quizás las gruesas gotas de sudor que me empañan la vista. Ernesto hace garabatos con una ramita.
Y el tiempo que se desliza silencioso sobre las vías como un tren infinito formado por el latido de nuestros corazones.
La cigarra. Un gorrión con el pico entreabierto y las alas separadas. Los ladrillos del puente y allá a lo lejos una pared blanca que nos saluda como un pañuelo.
-Un, dos, tres... (Antes de que cuente veinte aparece), cuatro, cinco...
Silencio. Las voces de la siesta.
Ahora sí. Es un tren este. El rumor lejano pero inconfundible. Nos ponemos de pie. Ninguno dice una palabra. El temor de soltarse y la decisión de permanecer hasta el fin. El contacto de la tierra caliente en las palmas de las manos.
-¡Cuando yo diga!
El ruido que crece segundo a segundo. Ernesto se agazapa para saltar. -¡Ahora!, digo, y salto con todas mis fuerzas.
El ennegrecido durmiente queda aprisionado entre mis manos. A un metro de mí, Ernesto se columpia en el suyo.
El ruido ensordecedor. La cara roja de Ernesto entre sus dos brazos en alto. Su camiseta amarilla y su pelo caído sobre la frente.
Terremoto de hierro, vapor y chispas. El ruido infernal. El puente que se hunde con el peso del tren. Un miedo espantoso. Pero estamos colgados todavía.
Me doy cuenta de que estoy gritando a todo lo que doy. Ernesto también grita y patalea y me mira gritando y pataleando como un loco.
El tren no termina nunca de pasar. Las ruedas a medio metro de las manos. Una montaña encima de mi cabeza. El calor, el ruido, Todavía no sé si voy a quedarme hasta que pase todo. Y grito para darme coraje y también porque es necesario gritar. Lo veo a Ernesto congestionado, enloquecido, con las venas del pescuezo hinchadas por los gritos y por el esfuerzo.
Gotas de sudor se me meten en la boca. –No doy más, me quedo hasta que se quede Ernesto. –No doy más, me quedo hasta que se quede Cacho..
¿Cuánto faltará todavía? La cara de Ernesto gesticulando y escupiendo sudor. Sus piernas tirándome patadas. ¿Cuánto faltará todavía? Grito y lo pateo para hacerlo bajar. ¿Cuándo faltará todavía? El ruido. La vibración del puente metiéndose hasta los tuétanos. ¿Cuánto faltará todavía? Los sesos a punto de estallar. Borrachera de ruido, calor, alaridos y miedo. ¿Cuánto faltará todavía?
Por la calle vamos Ernesto y yo. Hace cinco minutos, un silbido me arrancó de la sombra de la glicina y me mostró entre dos pilares de la balaustrada un rostro enrojecido y contento. No hubiera sido necesario que me dijera "¿salís?" con un grito breve y exacto como un pelotazo. Yo lo estaba esperando, o mejor dicho yo estaba esperando un pretexto cualquiera para dejar aquella modorra del patio adonde me llegaban ruidos lejanos e incitantes entreverados con el aleteo de algún mangangá.
Por eso no le contesté nada y en seguida estuve con él en la puerta. Se sabe que saldríamos a caminar. Ernesto es así y nuestros doce años no soportan otras tratativas que ese "¿salís?" liso y directo viniendo de un mechón caído sobre los ojos, de una transpirada camiseta amarilla y de unas ganas de hacer muchas cosas que le brillan en la mirada.
Un saludo "¿qué hacés?" y caminamos. El agua de la zanja, un agua barrosa, oscura, caliente, cubierta de protuberancias verdes como el lomo de un sapo, se agita por momentos a impulso de invisibles zambullidas o respira a través de unos globos lentos, pesados, que levantan nuevas ampollas en su pellejo y hacen un extraño ruido de glogloteo como si ya estuviera por soltar el hervor.
Caminamos. La tierra quema en los pies y es lindo sentir ese mordisco cariñoso, de cachorro, con que la tierra nos juguetea por las pantorrillas. Pero más lindo es no sentir nada de eso, sino esas ganas locas de meterse en la tarde como en una selva. ¿No es cierto, Ernesto?
Caminamos. Un aguacil grande y rojo viene a despedirnos, pasa zumbando a nuestro lado y siguiendo la línea de yuyos que bordea la zanja llega hasta el puente de la esquina y vuelve volando a toda máquina amagando un encontrón. - ¡A que no lo agarrás!
Caminamos. Las cuadras del barrio quedan atrás. Los paraísos se cambian en plátanos y después otra vez en paraísos. Flechillas, lenguas de vaca, huevitos de gallo. Esta es otra zanja, no la nuestra. ¿Habrá ranones por aquí?
Caminamos. ¡Aquella montaña! ¡A saltarla! La sangre nos golpea en el pecho y en el rostro. La vida es una alegría retenida en los músculos y es ese olor a sol, a sudor y a piel caliente que viene de la ropa de Ernesto.
Caminamos. Ernesto sabe de muchas cosas. De trabajos, de aventuras, de casas abandonadas y de extraños nombres de calles. Mientras caminamos me habla. Me cuenta un disparate y yo me río. Me río como un loco. Me río tanto que Ernesto se contagia de mi propia risa y empieza a reírse él también. Le salen lágrimas de los ojos, se aprieta el costado, no puede parar. Yo lo miro y me da más risa todavía verlo reír. Caminamos tambaleantes, empujándonos, atorándonos de risa. La risa se nos atropella en la boca, nos crece incontenible por todos lados, nos acompaña por cuadras y cuadras esa risa sin por qué, como si una bandada de gorriones enloquecidos nos estuviera siguiendo.
La esquina. Otra cuadra. La risa. Ladridos detrás de un alambre. Otra cuadra. Magnolias, jardines, postes del teléfono. Otra cuadra. Las alpargatas de Ernesto levantando el polvo en las veredas. Otra cuadra. El cielo, la soledad de la siesta, el silbido de una urraca. Otra cuadra, otra cuadra...
Apoyo de pronto mi mano en el hombro de Ernesto y señalo el terraplén del ferrocarril. -¡A ver quién llega primero!
Salimos como balas. Una ametralladora de pasos y el crujido de los terrones resecos. Oigo el jadeo de Ernesto y apenas veo su camiseta amarilla pegada a mi costado. Me pongo enormemente contento cuando dejo de verla y cuando siento que el jadeo va quedando atrás. Apenas por un par de metros, pero llego primero arriba. Y desde arriba lo miro triunfante.
Ernesto tiene la cara negra de tierra y un sudor barroso le forma ríos en la nuca y la espalda. Yo debo estar igual porque en la manga que me pasé por la frente queda una gran mancha negra y húmeda.
A Ernesto se le ocurre caminar por la vía y vamos pisando los durmientes o haciendo equilibrio sobre los rieles. Lo más lindo son los puentes. Cuando allá abajo vemos la calle entre los durmientes deslizándose como un río. Algunos son muy altos y hay que pisar bien para no caerse. Yo camino despacio, aparentando indiferencia, pero sintiendo en todo momento un ligero vértigo que me obliga a clavar la vista en mis pies, a calcular cada pisada, hipnotizado por ese lomo de tierra que se mueve sin cesar debajo mío.
Ernesto, en cambio, se mueve con maravillosa soltura. Me habla, grita, se da vuelta, corre... Es imposible seguirlo. Anda por ese andamiaje de hierro, madera, viento y cielo como por el patio de su casa. No digo nada, pero pienso que estamos a mano con lo de la carrera.
Llegamos a un puente de poca altura y como viene un tren decidimos verlo pasar desde abajo. Descendemos la pequeña cuesta y nos ubicamos a un costado del puente. Oímos el bramido del tren que se acerca y luego un ruido infernal que hace trepidar toda la tablazón. Las vías parecen curvarse bajo las ruedas. Un pandemonio de vapor, chispas, truenos y aullidos que nos sacude hasta las entrañas. La verdad, sentimos un poco de miedo y deseamos que venga otro tren para reivindicarnos.
Las vías pasan a menos de tres metros sobre la calle. Con un buen salto es posible alcanzar los durmientes y colgarse de allí como de un pasamanos. La idea surge como una pedrada y casi de los dos a un tiempo. Quedarnos colgados cuando pase el tren.
La tarde es un desierto de sol y tierra enardecida.
El cascabeleo de algún lejano carro de lechero y el canto metálico de la cigarra no cortan el silencio, sino que lo hacen más denso aún, más expectante.
Esperamos el rumor que nos anuncie la llegada de un tren. Los minutos transcurren lentos en el calor sofocante del reparo que forman las paredes del puente. Se mastica un yuyo o se sube de vez en cuando a mirar el reverbero distante de las vías.
-A no soltarse, ¿eh?
-No, a no soltarse.
De pronto llega. Es apenas un murmullo perdido entre cien murmullos iguales, pero para nosotros imposible de confundir.
Con cierta parsimonia nos preparamos. Frotamos las manos en la tierra, ensayamos un salto, otro salto. Subimos a verlo, ya está cerca.
Tomamos posiciones.
- ¡Cuando yo diga saltamos!
El silencio, avasallado ahora por aquel torrente que se agranda y se agranda. Nos miramos y miramos los durmientes allá arriba.
-A no solt...
- ¡Ahora!
Me falla un salto. Al segundo estoy arriba balanceándome todavía por el impulso. Ernesto ya está allí, firmemente prendido. Me guiña el ojo. Quiere decir algo, pero no lo escucho porque un ruido ensordecedor me oculta sus palabras. -¿No quemará la locomotora?-. Ya viene. Allí está. Hierros, fuego, vapor y un ruido de pesadilla.
No sabemos cómo fue. Cuando queremos acordarnos los dos estamos a diez metros del puente, mirando cómo los últimos vagones se deslizan haciendo oscilar las vías.
La tarde se nos acuesta entera encima de los hombros. Nos acercamos al puente, cabizbajos, avergonzados.
-¡Vos te soltaste primero!
-¡Tenías una cara de miedo vos!
Otra vez el silencio. La sierra sinfín de la cigarra nos chista y se ríe de nosotros. Estamos agitados, desfigurados por el calor y la excitación pasada.
-Si vos te quedabas, yo me quedaba...
-Yo también, si vos te quedabas, yo me quedaba.
Nos tiramos al suelo para esperar otro tren. La tierra pegándose a la piel mojada. El reverbero de la calle o quizás las gruesas gotas de sudor que me empañan la vista. Ernesto hace garabatos con una ramita.
Y el tiempo que se desliza silencioso sobre las vías como un tren infinito formado por el latido de nuestros corazones.
La cigarra. Un gorrión con el pico entreabierto y las alas separadas. Los ladrillos del puente y allá a lo lejos una pared blanca que nos saluda como un pañuelo.
-Un, dos, tres... (Antes de que cuente veinte aparece), cuatro, cinco...
Silencio. Las voces de la siesta.
Ahora sí. Es un tren este. El rumor lejano pero inconfundible. Nos ponemos de pie. Ninguno dice una palabra. El temor de soltarse y la decisión de permanecer hasta el fin. El contacto de la tierra caliente en las palmas de las manos.
-¡Cuando yo diga!
El ruido que crece segundo a segundo. Ernesto se agazapa para saltar. -¡Ahora!, digo, y salto con todas mis fuerzas.
El ennegrecido durmiente queda aprisionado entre mis manos. A un metro de mí, Ernesto se columpia en el suyo.
El ruido ensordecedor. La cara roja de Ernesto entre sus dos brazos en alto. Su camiseta amarilla y su pelo caído sobre la frente.
Terremoto de hierro, vapor y chispas. El ruido infernal. El puente que se hunde con el peso del tren. Un miedo espantoso. Pero estamos colgados todavía.
Me doy cuenta de que estoy gritando a todo lo que doy. Ernesto también grita y patalea y me mira gritando y pataleando como un loco.
El tren no termina nunca de pasar. Las ruedas a medio metro de las manos. Una montaña encima de mi cabeza. El calor, el ruido, Todavía no sé si voy a quedarme hasta que pase todo. Y grito para darme coraje y también porque es necesario gritar. Lo veo a Ernesto congestionado, enloquecido, con las venas del pescuezo hinchadas por los gritos y por el esfuerzo.
Gotas de sudor se me meten en la boca. –No doy más, me quedo hasta que se quede Ernesto. –No doy más, me quedo hasta que se quede Cacho..
¿Cuánto faltará todavía? La cara de Ernesto gesticulando y escupiendo sudor. Sus piernas tirándome patadas. ¿Cuánto faltará todavía? Grito y lo pateo para hacerlo bajar. ¿Cuándo faltará todavía? El ruido. La vibración del puente metiéndose hasta los tuétanos. ¿Cuánto faltará todavía? Los sesos a punto de estallar. Borrachera de ruido, calor, alaridos y miedo. ¿Cuánto faltará todavía?
* * *
Algo dulce que nos acaricia los brazos. El tren que se aleja y el cielo azul a pedazos entre los durmientes.
El silencio que crece de la tierra. El silbido lejano de la locomotora.
Seguimos colgados y nos miramos sonriendo.
La tarde canta en la voz de las cigarras.
¿Te acordás Ernesto, cómo cantaba?
Elasesino intachable (Abelardo castillo)
Como perfecto, era perfecto. Yo no tengo la culpa si
la filosofía es un bumerang que acaba desnucando a sus fieles y esa vieja
cretina se enamoró de mí, o si un estólido inspector de Policía, partiendo de
un error, se cae sentado sobre la verdad. Es para morirse de risa. Y si las
cosas estuvieran para chistes, me reiría hasta reventar. Qué vieja mal nacida,
realmente. Y pensar que antes del planchazo yo no la odiaba, al contrario,
hasta le había tomado una especie de cariño.
Vea, Castillo, yo no soy peor ni mejor que el resto
de los seres humanos. Estoy empleado en la Biblioteca Mariano
Boedo, no me emborracho, vivo en una pensión, soy honrado. O era honrado.
Porque para ser absolutamente honrado es imprescindible ser pobre, y ahora ya
no soy pobre. No vaya a creer que maté a la vieja por plata, no. El mío era un
crimen puro, la plata vino sola. Y entonces comprendí que Dios me castigaba.
Porque a nadie le pagan por algo que está bien hecho. Tío Obdulio decía: "Desconfiá
hasta de los que se sacan la lotería, los ciudadanos honestos ni siquiera ganan
en las rifas; por otra parte, tampoco las compran." Y agregaba: "Y si
a pesar de ser honestos pudieran sacarse la lotería, a la semana dejarían de
serlo." No sé si está mal que yo lo diga, pero tío Obdulio era un tipo
extraordinario, un pensador. Yo no. Ya le he dicho, yo soy igual a casi todo el
mundo, y hasta poseo una cualidad ordinaria y esencialmente humana que, bien
aplicada, es la que hace avanzar a las civilizaciones: pienso poco. Pero cuando
una idea se me mete entre ceja y ceja, no paro hasta verla realizada.
Y una tarde se me ocurrió matar a la vieja. Pero,
no. Antes se me ocurrió algo más abstracto, más (digamos) metafísico. Cometer
el crimen perfecto. En esto también me parezco a todo el mundo.
Porque es cierto, yo quisiera saber quién, y no
hablo de pistoleros profesionales, maridos adúlteros o herederos impacientes,
sino de tipos comunes, buenos padres, filatelistas de puntual intestino,
viejitos que tocan el violoncello en la Filarmónica Municipal ,
quién no ha soñado alguna vez su crimen perfecto. No es necesario ser un
afligido lector de novelas policiales (yo no lo soy, yo he leído a Epicteto en
mi mesita de la
Biblioteca Mariano Boedo, he leído a Pascal), matar con
impunidad, simplemente se piensa. En general, la gente piensa muchas más cosas
de las que se atreve a realizar, e infinitas más de las que acepta confesarse.
Sin ir más lejos, mi portera. Es una gorda buenaza, demócrata, viuda, tiene un
San Cayetano con una espiguita de trigo envuelta en celofán, clavado con una
chinche en su puerta. Y, sin embargo (lo escribo no para calumniarla, sino por
estar estrechamente vinculado con mi tragedia), escucha los informativos de
las radios uruguayas, lee, con fervor, las noticias policiales de Crónica. No quiero postular con esto que
el género humano sea inapelablemente sádico, pero me atrevería a afirmar que
posee un substratum demoníaco, un
sedimento maligno que, en condiciones favorables, da por resultado actividades
como el fascismo, la Sociedad
de Beneficencia o los gobiernos.
Lo que quiero decir es que, en mí, lo humano tomó
formas de asesinato. La portera tuvo mucho que ver con esto. Sin proponérselo,
me sugirió la idea.
Un jueves, alrededor de las ocho de la noche, hora
en que sé volver de la
Biblioteca (me acuerdo de que fue un jueves, porque los
jueves cortan la luz en Boedo de las siete a las ocho), la viuda me para en
portería. ¿Se enteró?, me dice, apuntándome la barriga con la 5ta. edición de Crónica. Y ahí no más me relata todos
los detalles de un descuartizamiento espectacular.
El misterio aparente del asunto me fascinó. Durante
esa semana, la viuda y yo seguimos con toda perversidad la espantosa relación
del periodista. Una noche, al pasar por la portería y preguntarle qué tal
andaba la cosa, ella, más bien abatida, me contestó:
–Agarraron al asesino: declaró. Lo habrán torturado.
–Claro –dije–. Pero, ¿cómo lo descubrieron?
–Era un primo, tenía una carta del descuartizado en
una lata.
No quise oír más. Era lógico. Todos los crímenes se
descubren por lo mismo: el nexo. Mientras subía la escalera escuché la voz de
la viuda, juro que apesadumbrada.
–Al final, siempre caen.
Ya en mi pieza comencé a meditar en las últimas
palabras de la portera. Mejor dicho, comencé a meditar cuando al ir a buscar un
martillo debajo del ropero (ahora no recuerdo para qué quería el martillo ni
por qué estaba debajo del ropero) encontré la llave. Era una llave antigua,
herrumbrada. Tal vez fue una premonición; el hecho es que empecé a pensar.
Pensaba que, en general, lo que entendemos por
crímenes perfectos son asesinatos complicadísimos, raros, intelectuales. Es notable
que la sagacidad del asesino sea superada en todos los casos por la mediocre
inteligencia policial (tío Obdulio afirmaba que ningún policía puede ser
inteligente, ya que los hombres inteligentes no entran en la Policía ), y yo atribuía
esta eficacia al número de vigilantes, a la dactiloscopia, a las torturas y al
método. Pero descubrí que había algo más importante. El nexo. Era elemental,
pero todos los descubrimientos son elementales.
Si uno pudiese imaginar un asesino sin relación
alguna con la víctima, habría imaginado el crimen perfecto. Por otra parte, yo
conozco crímenes insolubles. En general son oscuros, brutales, no tienen ningún
ingrediente bello en su factura atropellada; asesinatos guarangos, puñaladas a
la marchanta que se olvidan al cabo de los años, linyeras mutilados junto a una
vía o en un zanjón. No es lo mismo, ya sé, pero sirve para no tomarse muy en
serio la infalibilidad de la
Justicia.
He hablado de la llave; ahora voy a decir por qué.
La casa en que vivo, la pensión en que viví hasta
anoche, no fue proyectada precisamente por Le Corbusier. Tiene dos pisos; en
cada piso, tres alas. En cada ala, hay dos departamentos. O mejor, un solo y
gran departamento de dos piezas que el dueño alquila por separado y que se
comunican entre sí por una puerta. Esto ocurre en muchas pensiones. En todos
los casos, contra la puerta divisoria se apoya un mueble (un ropero
inevitable), y, en todos los casos, la llave de esa puerta se ha perdido.
Yo encontré esa llave. Y la guardé, porque sí. No
podía saber que iba a desempeñar un rol importantísimo en mi vida. No podía
saberlo porque la vieja todavía no vivía en la pieza de al lado.
Ella llegó hace apenas tres meses. Era una mujer
encantadora, chiquita, muy simpática y más bien estrafalaria. Tenía (lo sé por
Crónica) setenta y tres años. Usaba
diminutos sombreros con florcitas. Su aspecto era, exactamente, el de una vieja
señorita humilde y digna y algo mamarracho. Desde su llegada, y durante los
tres meses que precedieron al planchazo, fuimos los mejores amigos del mundo.
Para esa época, Castillo, yo ya había decidido
cometer un crimen. Sólo me hacía falta algo que consideraba y aún considero
secundario: la víctima. Al principio calculé que cualquier desconocido,
cualquier solitario Trasnochador que recorriera cualquier arbolado barrio de
Buenos Aires, podía servirme. Lo principal era que yo no tuviese ningún motivo para matarlo. La cosa era cometer un
asesinato tan absurdo como para ser igualmente sospechoso que el resto de los
cuatro mil millones de habitantes del planeta.
Una sola idea me repugnaba: no conocer, apriori, al finado. Confieso que me
complacía bastante imaginar la sorpresa póstuma del desprevenido compatriota al
que le preguntaría, supongamos:
–Perdón, ¿usted no es el cuñado del martillero
Pascuzzo?
–No, don. Está confundido.
–No importa, es lo mismo.
Sorpresa, digo, o histeria. O quizá locura. Porque
no es insensato suponer que un hombre, en tales circunstancias, antes de morir
se vuelve loco.
Ya he dicho, sin embargo, que esto no resultaba de
mi gusto. (La ética puede valerse de lo casual; desconocer totalmente al
muerto, implica un riesgo: que el hombre,, de algún modo, merezca ser asesinado.) Pensé también pegarle un tiro al dueño de
la pensión, siempre he sido algo romántico; pero el nexo era demasiado
explícito. Los diez o doce desdichados que ocupamos el feudo de este miserable
gallego teníamos excelentes razones para hacer lo mismo. Y yo no podía limitar
a un número tan ridículo el número de sospechosos. Por otra parte, acaso la más
importante, ajusticiar al gallego –una especie de Carlos el Hechizado reducido
por los jíbaros– hubiera sido un asesinato útil a la humanidad, incómodo
moralismo que complica al crimen con la caridad cristiana, lo contamina. Y yo
he leído a Flaubert, Castillo. Yo soy partidario de la santa inutilidad de la
belleza.
Entonces llegó la vieja.
Nuestro primer encuentro, naturalmente, se produjo
en la escalera. Ella, al verme, quedó como petrificada de asombro. Oh, dijo.
La miré perplejo y la mujer se explicó: yo me
parecía tanto a alguien. Después supe que le recordaba a un remoto y único amor
de hacía cuarenta años.
Sí, ya sé. Mentes más tenebrosas que la mía estarán
sospechando que la vieja era mi anciana madre, que yo me volví loco después
del matricidio. No. Lo siento en el alma, pero no fue así. El parecido, como
todo lo demás, para mi desdicha, resultó pura contingencia, una casualidad, o
como quiera que se llame esta especie de martillo de Dios que cayó sobre mi
cabeza. Como comentario al margen, diré que siempre he ejercido una rara
atracción sobre las viejas señoritas. Algo en mi cara les despierta vagas
nostalgias maternales. Y a lo mejor nomás la vieja se enamoró de mí; tal vez,
tuvo la culpa el parecido. No sé.
En fin, confieso que desde la primera semana pensé
en matarla. Era una víctima perfecta. Estando, como estaba, tan a mano, me eximía
de una nocturna recorrida suburbana, siempre siniestra y peligrosa. Y lo que
era mejor: yo, relativamente, la conocía. Quiero decir que sus hábitos, las
chucherías con que a veces se adornaba en mi homenaje –unas piedras de color
tan desmesuradas que no podían tener más valor que esos vidrios a los que el
vulgo llama culo de sifón–, su misma dignidad, me demostraban de lejos que no
tenía dónde caerse muerta (es una metáfora), y descartaban toda posibilidad de
que yo, conociéndola, la matase para robarle. En definitiva: no tenía motivos.
Pero atención. Esto no era suficiente. Yo debía
actuar como si los tuviera, fingir un asesino plausible: eliminar toda
posibilidad en mi contra. Porque algo se presentaba muy claro a mi espíritu: si
ninguno de los habitantes del planeta tenía razones para matarla, también se
sigue que cualquiera pudo haberlo
hecho. Y no era cosa que ese cualquiera fuese yo.
Por lo general, los pistoleros –o su consecuencia
deplorable, los novelistas policiales– se devanan los sesos tratando de prever,
con maniática minuciosidad, todos los problemas que acarrea un buen homicidio.
Yo también lo hice. Pensaba, por ejemplo, de qué manera entrar en el cuarto de
la viejita, asesinarla, y, a pesar del previsible zafarrancho, salir y hacer
de cuenta que jamás estuve allí. ¿Por la mañana? Imposible. Nada en el mundo,
ni el crimen, es capaz de sacarme de la cama antes del mediodía. ¿Por la
tarde? Inverosímil. Hubiera tenido que faltar a la Biblioteca (justamente
el día que se comete un asesinato en mi casa), o retirarme antes de hora, pero
a menos que regresara por el baldío del fondo y trepara, en plena siesta, por
la ventana, nunca escaparía a la estricta vigilancia de la modista o de la
viuda, apostada una tras la persiana de su pieza, y, la otra, tejiendo en
portería o conversando con el frutero en la puerta de calle. ¿Matarla de
noche? Parecía más razonable, pero cómo evitar la suspicacia de un polizonte
que preguntara con ferocidad:
–Entre la una y las dos de la madrugada, ¿no oyó
ningún ruido sospechoso en su piso?
Entonces recordé una frase histórica. En mitad de la
noche, como una revelación, me vino a la memoria: "Ni un minuto antes, ni
un minuto después."1 Entiendo, sí, más de uno podrá preguntarse
por qué evoco justamente un gobierno de facto, habiendo presidentes
constitucionales que han dicho cosas mucho más bonitas o incluso sospecharán
que recibo instrucciones, Dios sabe de dónde, para deslizar alegorías
castrenses complicándolas con meros homicidios vecinales. Pero, ¿qué puedo
hacer si lo pensé? Siempre me ha asombrado, dicho sea al pasar, la velocidad
con que en nuestras democracias occidentales se relaciona a Moscú con todo.
"Ni un minuto antes, ni un minuto después" significaba: en el
momento exacto. O, lo que para mí era lo mismo, en cualquier momento. Soy
autodidacto, Castillo: tengo mis lagunas, pero también tengo mis lecturas.
Heidegger (y antes Shakespeare, en Macbeth,
y antes los filósofos presocráticos, sin mencionar lo que opina Dios sobre
este tópico), Heidegger sostuvo que hay que estar preparado para morir así, de
golpe.
1 Frase atribuida al general Aramburu mientras
planeaba el golpe que derrocó a Perón. Me temo que mi corresponsal acierta
cuando recela que puede resultar incómoda. (A. C.)
Bueno, si este consejo es aplicable a la propia
muerte, ¿por qué no aplicarlo a la de los demás? Ése fue mi segundo descubrimiento.
Y esperé. El azar se encargaría de calcular por mí.
El jueves 21 tronaba espantosamente. Salí de la Biblioteca a las siete
de la tarde, como de costumbre. Los jueves, ya lo he dicho, cortan la luz en la
zona que corresponde a Boedo, por eso me demoré en el Café de los Japoneses
hasta las ocho. Cinco minutos después, vestida de riguroso luto y cubierta con
un abominable capelo, la portera, llorosa y trémula, me detuvo en la puerta de
la pensión.
Inmediatamente me enteré de que había acabado de
morir no sé cuál concuñada de Lanús, que Dora la modista se había ido aquella
mañana a Berazategui y que, por eso, me estaba esperando para que yo la acompañara
al velorio. Soy tímido, no sé negarme. Dije:
–Espéreme un minuto; subo a buscar el impermeable y
vamos.
En mitad de la escalera me quedé tieso.
"Espéreme un minuto." ¡Un minuto! Y entonces tuve la repentina
inspiración que precede a las obras del genio. Me dije: es ahora. Y enfilé
directamente hacia el cuarto de la vieja.
–Buenas noches, hijo.
–Buenas noches, doña Eulalia. ¿Puedo pasar?
Creo que le pedí una aspirina. Ella, antes de ir a
buscármela, ocultó con cierto apremio unas ropas con puntillas que estaba
planchando. Es curioso, yo nunca había pensado que las viejitas usaran ropa
interior; quiero decir, me las imaginaba con especies de grandes calzoncillos,
no sé, y de cualquier modo no hace a la cuestión. Ella sonrió. Me dio la
espalda y se puso a hurguetear en una cajita. Yo levanté la plancha.
Pero de inmediato volví a dejarla en su sitio: se me
había ocurrido una idea desagradable.
–¿Sabe lo del velorio? –pregunté.
–No –dijo–. Qué velorio.
–Quiero decir, si esta tarde habló para algo con la
portera. O con alguien –mi voz debió de ser rara, porque ella se dio vuelta y
me miró.
–No, con nadie. Pero a usted le brillan los ojos,
hijo, usted lo que tiene es fiebre.
No recuerdo qué dije. Lo único que me faltaba
averiguar ya estaba. Nadie podría jurar que la vieja no había muerto, por ejemplo,
una hora antes de mi subida. Porque hubiera sido desastroso, pongamos, que la
viuda comentara: "Pero, si un momentito antes de salir yo estuve con
ella." Entonces dije oía, y me tapé la boca con la punta de los dedos:
–Fíjese, vea lo que tiene esta plancha.
La vieja bajó la cabeza.
Con su Yale cerré la puerta por fuera y entré en mi
pieza. La viuda y su sombrero me esperaban al pie de la escalera. Yo bajaba
con el impermeable puesto. Habrían pasado tres minutos.
En seguida, empezó a llover.
Esa madrugada, al regresar, yo estaba triste.
Recuerdo haber llorado mucho en el velorio de la concuñada de Lanús; recuerdo
que alguien preguntó:
–¿Pariente de la finadita? Le dijeron que no.
–Debe ser un muchacho impresionable.
Ya en mi cuarto, corrí el ropero con todo sigilo.
Estaba mirando la antigua cerradura cuando se me paralizó el corazón: yo nunca
había probado si la llave era realmente de esa puerta. Pero no agreguemos
falsos suspensos; la llave funcionaba perfectamente. De modo que abrí. Es claro
que yo no podía entrar por la puerta del pasillo, pues, al salir, me hubiese
vuelto a quedar con la Yale
de la vieja. Y lo que yo quería era un asesino que entrara y saliera por la
ventana. Otra de las cosas que quería era que el canalla hubiese estado mucho
tiempo allí.
Comencé a revolver cajones. Guardaba en los
bolsillos todas aquellas pavadas que pudieran tener algún valor, el antedicho
collar de grandes piedras, unos pesos, un relojito dorado. En el más absoluto
silencio, desparramé por todas partes sillas, misales, sombreritos. Quizá tardé
horas. Consideré de bastante buen efecto aquel desbarajuste y recordé a tío
Obdulio. "El artista", decía, "crea con el atropellado corazón
de Dionisos, pero su cabeza corrige con la serena frialdad de Apolo."
Perfeccioné algún detalle. El cuarto quedó como si hubiese galopado dentro la
sombra de Gengis Kan.
Dejé la
Yale en el tambor de la puerta, abrí la ventana y, no sin
echar una última mirada de conmiseración al cadáver, volví a mi habitación.
Había puesto en su lugar el ropero, cuando casi grito.
El reloj
eléctrico.
También dormitaba Homero, qué verdad. Con el envión
del planchazo, no sólo se habría desenchufado la plancha sino el triple con
todo lo que tuviese conectado. Y, lógicamente, el reloj estaría detenido a la
hora exacta del crimen. Volví y lo atrasé cuarenta minutos, hora en que por lo
menos diez japoneses podrían jurar sobre el Evangelio de Budha que yo estaba
tomando un express.
Por fin en mi pieza, cerré con llave la puerta
intermedia, corrí el ropero, me acosté y comencé a soñar que Edgar Poe me hacía
un sitio en el Hall of Fame.
A la mañana siguiente tiré el collar en la
trituradora de una obra en construcción. El relojito dorado y la llave se
hundieron fétidamente en la prestigiosa asquerosidad del Riachuelo.
¿Debo contar el espectáculo que presencié esa noche,
cuando volví a la pensión? La viuda gemía perseguida por la Muerte , gritaba que ayer su
comadre, que hoy doña Eulalia, se preguntaba qué sería de nosotros. La modista,
sutilmente, proponía a unas peripuestas amistades de la extinta no sé qué
precios módicos para vestidos de luto. Y entonces reparé en que eran demasiadas
amistades. Y demasiado peripuestas.
BÁRBARO ASESINATO DE UNA
MULTIMILLONARIA EXCÉNTRICA
Ese era el título que, en tipografía de catástrofe,
traía Crónica en su 5ta. edición.
Estaba leyendo que el asesino había sustraído un collar valuado en ochenta y
cinco millones, cuando me desmayé.
Un hombre muy feo, de nariz chata y descomunales y
pesadísimos puños, eso, fue lo primero que vi al despertar. Pero lo de los puños es una experiencia posterior. El
simio se presentó:
–Soy el inspector Debussy.
–Tanto gusto.
–Anoche usted subió a buscar un piloto a las ocho y
cinco, más o menos, verdad.
–Verdad.
–¿No oyó ningún ruido extraño en el cuarto de al
lado?
–No.
–¿No?
–No.
–Curioso. Porque justamente a las ocho y cinco
estaban matando escandalosamente a su vecina.
Era demasiado. Una trituradora había pulverizado
ochenta y cinco millones de pesos y un policía, con unos puños que amenazaban
pulverizarme a mí, demostraba, a pesar de tío Obdulio, ser inteligente. Él
agregó:
–El asesino pensó despistarnos atrasando el reloj.
Je, je. Pero el asesino –Debussy recalcaba esta palabra y me miraba con
brillantes ojitos maniáticos– olvidó un detalle.
–No me diga.
–Le digo. Olvidó que el reloj eléctrico no podía
estar parado a las siete y veinticinco.
–¿No?
Puse mi cara más imbécil, pero el antropoide tenía
razón.
–No. Porque a esa hora la luz estaba cortada. Así
que el crimen no pudo ocurrir sino después de las ocho, o antes de las siete.
Pero, de cinco a siete, el equipo infantil los Tigres de Boedo estuvo
practicando fútbol en el campito del fondo. Edad promedio, ocho años.
Interrogamos a todo el equipo, nadie la mató. Por otra parte, a las siete menos
cuarto, uno de los Tigres desvió un fuerte shot, el esférico entró por la
ventana de la víctima, y ella le devolvió la pelota de goma al golquiper
Pancita Belpoliti, aunque amenazándolo con una percha, gesto que demuestra
cierra ambigüedad de carácter pero que no puede realizarse desde el Reino de
las Sombras, si me permite el tropos. Murió a las ocho y cinco, y basta. Ya
había corriente: la mujer estaba por planchar o planchando, y nadie hace
caminar una plancha eléctrica sin corriente. Je, je.
–Pero, ¿y por qué tenía que ser a las ocho y cinco,
y no a las ocho y diez, o y cuarto? –dije yo–. ¿Eh? Por qué, vamos a ver.
–Porque si hubiera sido después de las ocho y cinco, el asesino nunca habría podido entrar
por la ventana, como parecen demostrarlo los hechos.
–No lo sigo –dije, con una especie de pavor
premonitorio.
–A las ocho y diez empezó a llover. Si la mujer
hubiera estado viva después de las ocho y cinco, ¿no habría cerrado la ventana?
Sin embargo, no la cerró. No podía cerrarla. Los muertos no andan por ahí,
cerrando ventanas.
Fantástico: el protohombre había deducido matemáticamente
la hora exacta partiendo de un hecho que nunca ocurrió, porque nadie había
entrado jamás por esa ventana. Casi se lo digo.
–¿Y entonces? –pregunté.
Se inclinó hacia mí con una mano sobre el corazón.
–Ah, no sé –confesó, bajando la voz–. La verdad, no
entiendo nada.
Tío Obdulio tenía razón. El hombre (es un decir) no
se explicaba la ausencia de ruidos, pero mucho menos podía explicarse que, si
yo había asesinado a la vieja cuando subí a buscar el piloto, hubiese podido
entrar y salir por dos ventanas, caminar ida y vuelta por una cornisa, hacer
todo ese escándalo de muebles volcados y sillas por el piso, y volver a bajar
con el impermeable puesto, todo en menos de cinco minutos.
Dije con lógica:
–Lo del reloj demuestra que el asesino no es del
barrio. De lo contrario, sabría que los jueves cortan la luz hasta las ocho.
El entierro fue imponente: daba gusto. Ahora, al
saber que la vieja había sido multimillonaria, no tenía tantos remordimientos.
Sin embargo, la sola evocación del collar me hacía sentir enfermo.
Tal vez fue por eso que el martes pasado, cuando la
portera me dijo un viscoso buenas tardes, señor, en vez del cotidiano cómo va
eso, don Cacho, no sospeché nada. Y tal vez por eso, cuando agregó lo que
agregó, volví a desmayarme.
Al despertar, esta vez en el Departamento de
Policía, el inspector estaba repitiendo, pero en otro tono, las fatídicas
palabras de mi portera.
–Así que multimillonario, ¿no? Heredero universal,
¿no? Lo felicito, mi amigo. Me imagino que ya lo sabía, je, je.
Dije que sí y de pronto me sentí mortalmente
cansado. Ya lo sabía.
–Lógico que lo sabía –con dificultad silbó entre
dientes, de una manera que debía parecerle muy astuta pero que le daba un aire
horrible, parecía el chimpancé del circo en la prueba más difícil de la
noche–. Por eso la mató.
Yo me callé. Sí, comprendo: pude responder que no,
que al decir "ya lo sabía" sólo quise significar que esta misma tarde
acababa de enterarme. Pero, para qué. Cómo luchar contra gente que descubre a
un criminal y acierta la hora exacta de un asesinato en virtud de un
testamento que no tiene ninguna vinculación con el crimen, y de una ventana por
la que no entró nadie. Por otra parte, de inmediato comenzaron a funcionar los
sobrenaturales puños del investigador. Y confesé. Quede constancia escrita de
que fui torturado.
Lo merezco: ahora soy rico. Y tanta razón tenía tío
Obdulio acerca de la deshonestidad de los pudientes que estoy a punto de poner
un abogado que proteste por apremios ilegales, pruebe que yo ignoraba lo del
testamento, soborne a alguien, y alegue locura temporaria y todo eso.
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