EL DILUVIO-
Al pie de la cordillera de los Andes, se reunieron los jefes de las comunidades.
Fumaron y discutieron.
El árbol de la abundancia alzaba su plenitud hasta más allá del techo del mundo. Desde abajo se veían las altas ramas curvadas por el peso de los racimos, frondosas de piñas, cocos, mamones y guanábanas, maíz, yuca, frijoles...
Los ratones y los pájaros disfrutaban los manjares. La gente, no.
El zorro, que subía y bajaba dándose banquetes, no convidaba. Los hombres que habían intentado trepar habían estrellado contra el suelo.
-Qué haremos?
Al pie de la cordillera de los Andes, se reunieron los jefes de las comunidades.
Fumaron y discutieron.
El árbol de la abundancia alzaba su plenitud hasta más allá del techo del mundo. Desde abajo se veían las altas ramas curvadas por el peso de los racimos, frondosas de piñas, cocos, mamones y guanábanas, maíz, yuca, frijoles...
Los ratones y los pájaros disfrutaban los manjares. La gente, no.
El zorro, que subía y bajaba dándose banquetes, no convidaba. Los hombres que habían intentado trepar habían estrellado contra el suelo.
-Qué haremos?
Uno de los jefes convocó un hacha de
sueños. Despertó con un sapo en la mano. Golpeó con el sapo el inmenso tronco
del árbol de la abundancia, pero el animalito echó el hígado por la boca.
-Ese sueño ha mentido.
Otro jefe soñó. Pidió un hacha al Padre de todos. El Padre advirtió que el árbol se vengaría, pero envío un papagayo rojo.
Empuñado el papagayo, ese jefe abatió el árbol de la abundancia. Una lluvia de alimentos cayó sobre la tierra y quedó la tierra sorda por el estrépito. Entonces, la más descomunal de las tormentas estalló en el fondo de los ríos. Se alzaron las aguas, cubrieron el mundo.
De los hombres, solamente uno sobrevivió. Nadó y nadó, días y noches, hasta que pudo aferrarse a la copa de una palmera que sobresalía de las aguas.
Otro jefe soñó. Pidió un hacha al Padre de todos. El Padre advirtió que el árbol se vengaría, pero envío un papagayo rojo.
Empuñado el papagayo, ese jefe abatió el árbol de la abundancia. Una lluvia de alimentos cayó sobre la tierra y quedó la tierra sorda por el estrépito. Entonces, la más descomunal de las tormentas estalló en el fondo de los ríos. Se alzaron las aguas, cubrieron el mundo.
De los hombres, solamente uno sobrevivió. Nadó y nadó, días y noches, hasta que pudo aferrarse a la copa de una palmera que sobresalía de las aguas.
Cuando bajaron las aguas del Diluvio, era un lodazal el valle de
Oaxaca.
Un puñado de barro cobró vida y caminó. Muy despacito caminó la tortuga. Iba con el cuello estirado y los ojos muy abiertos, descubriendo el mundo que el sol hacía renacer. En un lugar que apestaba, la tortuga vio al zopilote devorando cadáveres.
-Llévame al cielo -le rogó-. Quiero conocer a Dios.
Mucho se hizo pedir el zopilote. Estaban sabrosos los muertos. La cabeza de la tortuga asomaba para suplicar y volvía a meterse bajo el caparazón, porque no soportaba el hedor.
-Tú, que tienes alas, llévame -mendigaba.
Harto de la pedigüeña, el zopilote abrió sus enormes alas negras y emprendió vuelo con la tortuga a la espalda.
Iban atravesando nubes y la tortuga, escondida la cabeza, se quejaba:
-¡Qué feo hueles!
El zopilote se hacía el sordo.
-¡Qué olor a podrido! -repetía la tortuga.
Y así hasta que el pajarraco perdió su última paciencia, se inclinó bruscamente y la arrojó a tierra.
Dios bajó del cielo y juntó sus pedacitos.
En el caparazón se le ven los remiendos.
Un puñado de barro cobró vida y caminó. Muy despacito caminó la tortuga. Iba con el cuello estirado y los ojos muy abiertos, descubriendo el mundo que el sol hacía renacer. En un lugar que apestaba, la tortuga vio al zopilote devorando cadáveres.
-Llévame al cielo -le rogó-. Quiero conocer a Dios.
Mucho se hizo pedir el zopilote. Estaban sabrosos los muertos. La cabeza de la tortuga asomaba para suplicar y volvía a meterse bajo el caparazón, porque no soportaba el hedor.
-Tú, que tienes alas, llévame -mendigaba.
Harto de la pedigüeña, el zopilote abrió sus enormes alas negras y emprendió vuelo con la tortuga a la espalda.
Iban atravesando nubes y la tortuga, escondida la cabeza, se quejaba:
-¡Qué feo hueles!
El zopilote se hacía el sordo.
-¡Qué olor a podrido! -repetía la tortuga.
Y así hasta que el pajarraco perdió su última paciencia, se inclinó bruscamente y la arrojó a tierra.
Dios bajó del cielo y juntó sus pedacitos.
En el caparazón se le ven los remiendos.
EL MAÍZ
Los dioses hicieron de barro a los primeros mayas-quichés. Poco
duraron. Eran blandos, sin fuerza; se desmoronaron antes de caminar.
Luego probaron con la madera. Los muñecos de palo hablaron y
anduvieron, pero eran secos: no tenían sangre ni sustancia, memoria ni rumbo.
NO sabían hablar con los dioses, o no encontraban nada que decirles.
Entonces los dioses hicieron de maíz a las madres y a los
padres. Con maíz amarillo y maíz blanco amasaron su carne.
Las mujeres y los hombres de maíz veían tanto como los dioses.
Su mirada se extendía sobre el mundo entero.
Los dioses echaron un vaho y les dejaron los ojos nublados para
siempre, porque no querían que las personas vieran más allá del horizonte.
Ningún hombre la había tocado, pero un
niño creció en el vientre de la hija del jefe. Lo llamaron Mani. Pocos días
después de nacer, ya corría y conversaba. Desde los más remotos rincones de la
selva, venían a conocer al prodigioso Mani. No sufrió enfermedad, pero al
cumplir un año dijo: “Me voy a morir”; y murió.
Pasó un tiempito y una planta jamás
vista brotó en la sepultura de Mani, que la madre regaba cada mañana. La planta
creció, floreció, dio frutos. Los pájaros que la picoteaban andaban luego a los
tumbos por el aire. Aleteando en espirales locas y cantando como nunca.
Un día la tierra se abrió donde Mani
yacía. El jefe hundió la mano y arrancó una raíz grande y carnosa. La ralló con
una piedra, hizo una pasta, la exprimió y al amor del fuego coció pan para
todos.
Nombraron “mani oca” a esa raíz, “casa
de Mani”, y mandioca es el nombre que tiene la yuca en la cuenca amazónica y
otros lugares.
EL CONEJO
El conejo quería crecer. Dios le
prometió que lo aumentaría de tamaño si le traía una piel de tigre, una de mono,
una de lagarto y una de serpiente. El conejo fue a visitar al tigre.
–Dios
me ha contado un secreto –comentó, confidencial.
El tigre quiso saber y el conejo
anunció un huracán que se venía.
–Yo
me salvaré, porque soy pequeño. Me esconderé en algún agujero. Pero tú, ¿qué harás?
El huracán no te va a perdonar.
Una lágrima rodó por entre los bigotes
del tigre.
–Sólo
se me ocurre una manera de salvarte –ofreció el conejo-. Buscaremos un árbol de
tronco muy fuerte. Yo te ataré al tronco por el cuello y por las manos y el
huracán no te llevará.
Agradecido, el tigre se dejó atar.
Entonces el conejo lo mató de un garrotazo y lo desnudó. Y siguió camino,
bosque adentro, por la comarca de los Zapotecas.
Se detuvo bajo un árbol donde un mono
estaba comiendo. Tomando un cuchillo del lado que no tiene filo, el conejo se
puso a golpearse el cuello. A cada golpe, una carcajada. Después de mucho
golpearse y reírse, dejó el cuchillo en el suelo y se retiró brincando. Se
escondió entre las ramas, al acecho. El mono no demoró en bajar. Miró esa cosa que
hacía reír y se rascó la cabeza. Agarró el cuchillo y al primer golpe cayó
degollado.
Faltaban dos pieles. El conejo invitó
al lagarto a jugar a la pelota. La pelota era de piedra: lo golpeó en el
nacimiento de la cola y lo dejó tumbado.
Cerca de la serpiente, el conejo se
hizo el dormido. Antes de que ella saltara, cuando estaba tomando impulso, de
un santiamén le clavó las uñas en los ojos.
Llegó al cielo con las cuatro pieles.
–Ahora,
créceme –exigió.
Y Dios pensó: “Siendo tan pequeñito, el
conejo hizo lo que hizo. Si lo aumento de tamaño, ¿Qué no hará? Si el conejo
fuera grande, quizás yo no sería Dios.”
El conejo esperaba. Dios se acercó
dulcemente, le acarició el lomo y de golpe le atrapó las orejas, lo revoleó y
lo arrojó a la tierra.
De aquella vez quedaron largas las
orejas del conejo, cortas las patas delanteras, que extendió para parar la
caída, y colorados los ojos, por el pánico.
Del libro Memoria del Fuego, por Eduardo Galeano
DAFNE Y APOLO
El primer amor de Febo fue Dafne, la
hija del Peneo, hecho que no fue infundido por un pequeño azar, sino por la
cruel ira de Cupido. El dios de Delos, engreído por su reciente victoria sobre
la serpiente, había visto hacía poco que, tirando de la cuerda, doblaba las
extremidades del arco y le había dicho: “¿Qué intentas hacer, desenfrenado
niño, con estas armas? Estas armas son propias de mis espaldas; con ellas yo
puedo lanzar golpes inevitables contra una bestia salvaje o contra un enemigo,
ya que hace poco que he abatido con innumerables saetas a la descomunal Pitón
que cubría con su repugnante e hinchado vientre tantas yugadas. Tú conténtate
con encender con tu antorcha unos amores que no conozco y no iguales tus
victorias con las mías”. El hijo de Venus le contestó:
“Tu arco lo traspasa todo, Febo, pero
el mío te traspasará a ti; cuanto más vayan cediendo ante ti todos los
animales, tanto más superará mi gloria a la tuya”.
Y hendiendo el aire con el batir de sus alas y
sin pérdida de tiempo, se posó sobre la cima umbrosa del Parnaso; saca dos
flechas de su carcaj repleto, que tiene diversos fines: una ahuyenta el amor, y
otra hace que nazca. La que hace brotar el amor es de oro y está provista de
una punta aguda y brillante; la que lo ahuyenta es obtusa y tiene plomo bajo la
caña. Con esta hiere el dios a la ninfa, hija del Peneo; con la primera
atraviesa los huesos de Apolo hasta la médula. El uno ama enseguida; la otra
rehuye incluso el nombre del amante; y émula de la virginal Febe, deleitándose
en las soledades de las selvas y con los despojos de las bestias salvajes que
capturaba, sujetaba con una cinta sus cabellos en desorden. Muchos la pretendían,
pero ella, alejando a sus pretendientes, no pudiendo soportar el yugo del
hombre y, libre, recorre los bosques sin caminos y no se preocupa del himeneo,
ni del amor, ni del matrimonio. Su padre le decía a menudo:
“Hija, me debes un yerno”. A menudo
también le decía: “Hija, me debes unos nietos”.
Ella, temiendo a las antorchas
conyugales como si fuera un crimen, cubría su hermoso rostro con un tímido
rubor y, con sus brazos cariñosos rodeando el cuello de su padre, le dijo:
“Permíteme, queridísimo padre, gozar
por siempre de mi virginidad; lo mismo le había concedido a Diana su padre”. Él
consiente; pero estos encantos que posees, Dafne, son un obstáculo para lo que
anhelas y tu hermosura se opone a tu deseo. Febo ama y luego de ver a Dafne
desea ardientemente unirse a ella; espera lo que desea y sus oráculos le
engañan. A la manera como arde la ligera paja, sacada ya la espiga, o como arde
un vallado por el fuego de una antorcha que un caminante por casualidad la ha
acercado demasiado o la ha dejado allí al clarear el día, de ese modo el dios
se consume en las llamas, así se le abrasa todo su corazón y alimenta con la
espera un amor imposible. Conserva su cabellera en desorden que flota sobre su
cuello y dice:
“¿Qué sería, si se los arreglara?”
Ve sus ojos semejantes en su brillo a los astros;
ve su boca y no le basta con haberla visto; admira sus dedos, sus manos y sus
brazos, aunque no tiene desnuda más de la mitad. Si algo queda oculto, lo cree
más hermoso todavía. Ella huye más rápida que la ligera brisa y no se detiene
ante estas palabras del que la llama:
“¡Oh, ninfa, hija de Peneo, detente, te
lo suplico!, no te persigo como enemigo; ¡ninfa, párate! El corderillo huye así
del lobo, el cervatillo del león, las palomas con sus trémulas alas huyen del
águila y cada uno de sus enemigos; yo te persigo a causa de mi amor hacia ti.
¡Hay desdichado de mí! Temo que caigas de bruces o que tus piernas, que no
merecen herirse, se vean arañadas por las zarzas, y yo sea causa de tu dolor.
Escabrosos son los lugares donde te apresuras; corre más despacio, te ruego,
retén la huida; yo te perseguiré más despacio. Sin embargo, pregunta a quién
has gustado; no soy un habitante de la montaña, no soy un pastor; no soy un
hombre inculto que vigila las vacadas y rebaños. Tú no sabes, imprudente, de
quién huyes y por eso huyes. A mí me obedecen el país de Delfos, Claros,
Ténedos y la regia Patara; yo tengo por padre a Júpiter, yo soy quien revela el
porvenir, el pasado y el presente; por mí los cantos se ajustan al son de las
cuerdas. Mi flecha es segura, pero hay una flecha más segura que la mía, la
cual ha hecho en mi corazón, antes vacío, esta herida. La medicina es invención
mía y por todo el orbe se me llama “el auxiliador” y el poder de las hierbas
está sometido a mí. ¡Ay de mí!, que el amor no puede curarse con ninguna hierba
y no aprovechan a su dueño las artes que son útiles para todos.”
La hija del Peneo, con tímida carrera,
huyó de él cuando estaba a punto de decir más cosas y le dejó con sus palabras
inacabadas, siempre bella a sus ojos; los vientos desvelaban sus carnes, sus soplos,
llegando sobre ella en sentido contrario, agitaba sus vestidos y la ligera
brisa echaba hacia atrás sus cabellos levantados; su huída realzaba más su
belleza. Pero el joven dios no puede soportar perder ya más tiempo con dulces
palabras y, como el mismo amor le incitaba, sigue sus pasos con redoblada rapidez.
Como cuando un perro de la Galia
ve una liebre en la llanura al descubierto, se lanzan, el uno para coger la
presa, la otra para salvar la vida; el uno parece estar a punto de atraparla y espera
conseguirlo y con el hocico alargado le estrecha los pasos, la otra está en la
duda de si ha sido cogida y se escapa de esas mordeduras y deja la boca que la
tocaba; de ese modo están el dios y la doncella; aquel se apresura por la
esperanza, ésta por el temor. Sin embargo, el que persigue, ayudado por las
alas del Amor, es más veloz y no necesita descanso; ya se inclina sobre la
espalda de la fugitiva y lanza su aliento sobre la cabellera esparcida sobre la
nuca. Ella, perdidas las fuerzas, palidece y, vencida por la fatiga de tan
vertiginosa fuga, contemplando las aguas del Peneo, dijo:
“Auxíliame, padre mío, si los ríos
tenéis poder divino; transfórmame y haz que yo pierda la figura por la que he agradado
excesivamente”.
Apenas terminada la súplica, una pesada
torpeza se apodera de sus miembros, sus delicados senos se ciñen con una tierna
corteza, sus cabellos se alargan y se transforman en follaje y sus brazos en
ramas; los pies, antes tan rápidos, se adhieren al suelo con raíces hondas y su
rostro es rematado por la copa; solamente permanece en ella el brillo. Febo
también así la ama y apoyada su diestra en el tronco, todavía siente que su
corazón palpita bajo la corteza nueva y, estrechando con sus manos las ramas
que reemplazan a sus miembros, da besos a la madera; sin embargo, la madera
rehúsa sus besos. Y el dios le dijo:
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