Como perfecto, era perfecto. Yo no tengo la culpa si
la filosofía es un bumerang que acaba desnucando a sus fieles y esa vieja
cretina se enamoró de mí, o si un estólido inspector de Policía, partiendo de
un error, se cae sentado sobre la verdad. Es para morirse de risa. Y si las
cosas estuvieran para chistes, me reiría hasta reventar. Qué vieja mal nacida,
realmente. Y pensar que antes del planchazo yo no la odiaba, al contrario,
hasta le había tomado una especie de cariño.
Vea, Castillo, yo no soy peor ni mejor que el resto
de los seres humanos. Estoy empleado en la Biblioteca Mariano
Boedo, no me emborracho, vivo en una pensión, soy honrado. O era honrado.
Porque para ser absolutamente honrado es imprescindible ser pobre, y ahora ya
no soy pobre. No vaya a creer que maté a la vieja por plata, no. El mío era un
crimen puro, la plata vino sola. Y entonces comprendí que Dios me castigaba.
Porque a nadie le pagan por algo que está bien hecho. Tío Obdulio decía: "Desconfiá
hasta de los que se sacan la lotería, los ciudadanos honestos ni siquiera ganan
en las rifas; por otra parte, tampoco las compran." Y agregaba: "Y si
a pesar de ser honestos pudieran sacarse la lotería, a la semana dejarían de
serlo." No sé si está mal que yo lo diga, pero tío Obdulio era un tipo
extraordinario, un pensador. Yo no. Ya le he dicho, yo soy igual a casi todo el
mundo, y hasta poseo una cualidad ordinaria y esencialmente humana que, bien
aplicada, es la que hace avanzar a las civilizaciones: pienso poco. Pero cuando
una idea se me mete entre ceja y ceja, no paro hasta verla realizada.
Y una tarde se me ocurrió matar a la vieja. Pero,
no. Antes se me ocurrió algo más abstracto, más (digamos) metafísico. Cometer
el crimen perfecto. En esto también me parezco a todo el mundo.
Porque es cierto, yo quisiera saber quién, y no
hablo de pistoleros profesionales, maridos adúlteros o herederos impacientes,
sino de tipos comunes, buenos padres, filatelistas de puntual intestino,
viejitos que tocan el violoncello en la Filarmónica Municipal ,
quién no ha soñado alguna vez su crimen perfecto. No es necesario ser un
afligido lector de novelas policiales (yo no lo soy, yo he leído a Epicteto en
mi mesita de la
Biblioteca Mariano Boedo, he leído a Pascal), matar con
impunidad, simplemente se piensa. En general, la gente piensa muchas más cosas
de las que se atreve a realizar, e infinitas más de las que acepta confesarse.
Sin ir más lejos, mi portera. Es una gorda buenaza, demócrata, viuda, tiene un
San Cayetano con una espiguita de trigo envuelta en celofán, clavado con una
chinche en su puerta. Y, sin embargo (lo escribo no para calumniarla, sino por
estar estrechamente vinculado con mi tragedia), escucha los informativos de
las radios uruguayas, lee, con fervor, las noticias policiales de Crónica. No quiero postular con esto que
el género humano sea inapelablemente sádico, pero me atrevería a afirmar que
posee un substratum demoníaco, un
sedimento maligno que, en condiciones favorables, da por resultado actividades
como el fascismo, la Sociedad
de Beneficencia o los gobiernos.
Lo que quiero decir es que, en mí, lo humano tomó
formas de asesinato. La portera tuvo mucho que ver con esto. Sin proponérselo,
me sugirió la idea.
Un jueves, alrededor de las ocho de la noche, hora
en que sé volver de la
Biblioteca (me acuerdo de que fue un jueves, porque los
jueves cortan la luz en Boedo de las siete a las ocho), la viuda me para en
portería. ¿Se enteró?, me dice, apuntándome la barriga con la 5ta. edición de Crónica. Y ahí no más me relata todos
los detalles de un descuartizamiento espectacular.
El misterio aparente del asunto me fascinó. Durante
esa semana, la viuda y yo seguimos con toda perversidad la espantosa relación
del periodista. Una noche, al pasar por la portería y preguntarle qué tal
andaba la cosa, ella, más bien abatida, me contestó:
–Agarraron al asesino: declaró. Lo habrán torturado.
–Claro –dije–. Pero, ¿cómo lo descubrieron?
–Era un primo, tenía una carta del descuartizado en
una lata.
No quise oír más. Era lógico. Todos los crímenes se
descubren por lo mismo: el nexo. Mientras subía la escalera escuché la voz de
la viuda, juro que apesadumbrada.
–Al final, siempre caen.
Ya en mi pieza comencé a meditar en las últimas
palabras de la portera. Mejor dicho, comencé a meditar cuando al ir a buscar un
martillo debajo del ropero (ahora no recuerdo para qué quería el martillo ni
por qué estaba debajo del ropero) encontré la llave. Era una llave antigua,
herrumbrada. Tal vez fue una premonición; el hecho es que empecé a pensar.
Pensaba que, en general, lo que entendemos por
crímenes perfectos son asesinatos complicadísimos, raros, intelectuales. Es notable
que la sagacidad del asesino sea superada en todos los casos por la mediocre
inteligencia policial (tío Obdulio afirmaba que ningún policía puede ser
inteligente, ya que los hombres inteligentes no entran en la Policía ), y yo atribuía
esta eficacia al número de vigilantes, a la dactiloscopia, a las torturas y al
método. Pero descubrí que había algo más importante. El nexo. Era elemental,
pero todos los descubrimientos son elementales.
Si uno pudiese imaginar un asesino sin relación
alguna con la víctima, habría imaginado el crimen perfecto. Por otra parte, yo
conozco crímenes insolubles. En general son oscuros, brutales, no tienen ningún
ingrediente bello en su factura atropellada; asesinatos guarangos, puñaladas a
la marchanta que se olvidan al cabo de los años, linyeras mutilados junto a una
vía o en un zanjón. No es lo mismo, ya sé, pero sirve para no tomarse muy en
serio la infalibilidad de la
Justicia.
He hablado de la llave; ahora voy a decir por qué.
La casa en que vivo, la pensión en que viví hasta
anoche, no fue proyectada precisamente por Le Corbusier. Tiene dos pisos; en
cada piso, tres alas. En cada ala, hay dos departamentos. O mejor, un solo y
gran departamento de dos piezas que el dueño alquila por separado y que se
comunican entre sí por una puerta. Esto ocurre en muchas pensiones. En todos
los casos, contra la puerta divisoria se apoya un mueble (un ropero
inevitable), y, en todos los casos, la llave de esa puerta se ha perdido.
Yo encontré esa llave. Y la guardé, porque sí. No
podía saber que iba a desempeñar un rol importantísimo en mi vida. No podía
saberlo porque la vieja todavía no vivía en la pieza de al lado.
Ella llegó hace apenas tres meses. Era una mujer
encantadora, chiquita, muy simpática y más bien estrafalaria. Tenía (lo sé por
Crónica) setenta y tres años. Usaba
diminutos sombreros con florcitas. Su aspecto era, exactamente, el de una vieja
señorita humilde y digna y algo mamarracho. Desde su llegada, y durante los
tres meses que precedieron al planchazo, fuimos los mejores amigos del mundo.
Para esa época, Castillo, yo ya había decidido
cometer un crimen. Sólo me hacía falta algo que consideraba y aún considero
secundario: la víctima. Al principio calculé que cualquier desconocido,
cualquier solitario Trasnochador que recorriera cualquier arbolado barrio de
Buenos Aires, podía servirme. Lo principal era que yo no tuviese ningún motivo para matarlo. La cosa era cometer un
asesinato tan absurdo como para ser igualmente sospechoso que el resto de los
cuatro mil millones de habitantes del planeta.
Una sola idea me repugnaba: no conocer, apriori, al finado. Confieso que me
complacía bastante imaginar la sorpresa póstuma del desprevenido compatriota al
que le preguntaría, supongamos:
–Perdón, ¿usted no es el cuñado del martillero
Pascuzzo?
–No, don. Está confundido.
–No importa, es lo mismo.
Sorpresa, digo, o histeria. O quizá locura. Porque
no es insensato suponer que un hombre, en tales circunstancias, antes de morir
se vuelve loco.
Ya he dicho, sin embargo, que esto no resultaba de
mi gusto. (La ética puede valerse de lo casual; desconocer totalmente al
muerto, implica un riesgo: que el hombre,, de algún modo, merezca ser asesinado.) Pensé también pegarle un tiro al dueño de
la pensión, siempre he sido algo romántico; pero el nexo era demasiado
explícito. Los diez o doce desdichados que ocupamos el feudo de este miserable
gallego teníamos excelentes razones para hacer lo mismo. Y yo no podía limitar
a un número tan ridículo el número de sospechosos. Por otra parte, acaso la más
importante, ajusticiar al gallego –una especie de Carlos el Hechizado reducido
por los jíbaros– hubiera sido un asesinato útil a la humanidad, incómodo
moralismo que complica al crimen con la caridad cristiana, lo contamina. Y yo
he leído a Flaubert, Castillo. Yo soy partidario de la santa inutilidad de la
belleza.
Entonces llegó la vieja.
Nuestro primer encuentro, naturalmente, se produjo
en la escalera. Ella, al verme, quedó como petrificada de asombro. Oh, dijo.
La miré perplejo y la mujer se explicó: yo me
parecía tanto a alguien. Después supe que le recordaba a un remoto y único amor
de hacía cuarenta años.
Sí, ya sé. Mentes más tenebrosas que la mía estarán
sospechando que la vieja era mi anciana madre, que yo me volví loco después
del matricidio. No. Lo siento en el alma, pero no fue así. El parecido, como
todo lo demás, para mi desdicha, resultó pura contingencia, una casualidad, o
como quiera que se llame esta especie de martillo de Dios que cayó sobre mi
cabeza. Como comentario al margen, diré que siempre he ejercido una rara
atracción sobre las viejas señoritas. Algo en mi cara les despierta vagas
nostalgias maternales. Y a lo mejor nomás la vieja se enamoró de mí; tal vez,
tuvo la culpa el parecido. No sé.
En fin, confieso que desde la primera semana pensé
en matarla. Era una víctima perfecta. Estando, como estaba, tan a mano, me eximía
de una nocturna recorrida suburbana, siempre siniestra y peligrosa. Y lo que
era mejor: yo, relativamente, la conocía. Quiero decir que sus hábitos, las
chucherías con que a veces se adornaba en mi homenaje –unas piedras de color
tan desmesuradas que no podían tener más valor que esos vidrios a los que el
vulgo llama culo de sifón–, su misma dignidad, me demostraban de lejos que no
tenía dónde caerse muerta (es una metáfora), y descartaban toda posibilidad de
que yo, conociéndola, la matase para robarle. En definitiva: no tenía motivos.
Pero atención. Esto no era suficiente. Yo debía
actuar como si los tuviera, fingir un asesino plausible: eliminar toda
posibilidad en mi contra. Porque algo se presentaba muy claro a mi espíritu: si
ninguno de los habitantes del planeta tenía razones para matarla, también se
sigue que cualquiera pudo haberlo
hecho. Y no era cosa que ese cualquiera fuese yo.
Por lo general, los pistoleros –o su consecuencia
deplorable, los novelistas policiales– se devanan los sesos tratando de prever,
con maniática minuciosidad, todos los problemas que acarrea un buen homicidio.
Yo también lo hice. Pensaba, por ejemplo, de qué manera entrar en el cuarto de
la viejita, asesinarla, y, a pesar del previsible zafarrancho, salir y hacer
de cuenta que jamás estuve allí. ¿Por la mañana? Imposible. Nada en el mundo,
ni el crimen, es capaz de sacarme de la cama antes del mediodía. ¿Por la
tarde? Inverosímil. Hubiera tenido que faltar a la Biblioteca (justamente
el día que se comete un asesinato en mi casa), o retirarme antes de hora, pero
a menos que regresara por el baldío del fondo y trepara, en plena siesta, por
la ventana, nunca escaparía a la estricta vigilancia de la modista o de la
viuda, apostada una tras la persiana de su pieza, y, la otra, tejiendo en
portería o conversando con el frutero en la puerta de calle. ¿Matarla de
noche? Parecía más razonable, pero cómo evitar la suspicacia de un polizonte
que preguntara con ferocidad:
–Entre la una y las dos de la madrugada, ¿no oyó
ningún ruido sospechoso en su piso?
Entonces recordé una frase histórica. En mitad de la
noche, como una revelación, me vino a la memoria: "Ni un minuto antes, ni
un minuto después."1 Entiendo, sí, más de uno podrá preguntarse
por qué evoco justamente un gobierno de facto, habiendo presidentes
constitucionales que han dicho cosas mucho más bonitas o incluso sospecharán
que recibo instrucciones, Dios sabe de dónde, para deslizar alegorías
castrenses complicándolas con meros homicidios vecinales. Pero, ¿qué puedo
hacer si lo pensé? Siempre me ha asombrado, dicho sea al pasar, la velocidad
con que en nuestras democracias occidentales se relaciona a Moscú con todo.
"Ni un minuto antes, ni un minuto después" significaba: en el
momento exacto. O, lo que para mí era lo mismo, en cualquier momento. Soy
autodidacto, Castillo: tengo mis lagunas, pero también tengo mis lecturas.
Heidegger (y antes Shakespeare, en Macbeth,
y antes los filósofos presocráticos, sin mencionar lo que opina Dios sobre
este tópico), Heidegger sostuvo que hay que estar preparado para morir así, de
golpe.
1 Frase atribuida al general Aramburu mientras
planeaba el golpe que derrocó a Perón. Me temo que mi corresponsal acierta
cuando recela que puede resultar incómoda. (A. C.)
Bueno, si este consejo es aplicable a la propia
muerte, ¿por qué no aplicarlo a la de los demás? Ése fue mi segundo descubrimiento.
Y esperé. El azar se encargaría de calcular por mí.
El jueves 21 tronaba espantosamente. Salí de la Biblioteca a las siete
de la tarde, como de costumbre. Los jueves, ya lo he dicho, cortan la luz en la
zona que corresponde a Boedo, por eso me demoré en el Café de los Japoneses
hasta las ocho. Cinco minutos después, vestida de riguroso luto y cubierta con
un abominable capelo, la portera, llorosa y trémula, me detuvo en la puerta de
la pensión.
Inmediatamente me enteré de que había acabado de
morir no sé cuál concuñada de Lanús, que Dora la modista se había ido aquella
mañana a Berazategui y que, por eso, me estaba esperando para que yo la acompañara
al velorio. Soy tímido, no sé negarme. Dije:
–Espéreme un minuto; subo a buscar el impermeable y
vamos.
En mitad de la escalera me quedé tieso.
"Espéreme un minuto." ¡Un minuto! Y entonces tuve la repentina
inspiración que precede a las obras del genio. Me dije: es ahora. Y enfilé
directamente hacia el cuarto de la vieja.
–Buenas noches, hijo.
–Buenas noches, doña Eulalia. ¿Puedo pasar?
Creo que le pedí una aspirina. Ella, antes de ir a
buscármela, ocultó con cierto apremio unas ropas con puntillas que estaba
planchando. Es curioso, yo nunca había pensado que las viejitas usaran ropa
interior; quiero decir, me las imaginaba con especies de grandes calzoncillos,
no sé, y de cualquier modo no hace a la cuestión. Ella sonrió. Me dio la
espalda y se puso a hurguetear en una cajita. Yo levanté la plancha.
Pero de inmediato volví a dejarla en su sitio: se me
había ocurrido una idea desagradable.
–¿Sabe lo del velorio? –pregunté.
–No –dijo–. Qué velorio.
–Quiero decir, si esta tarde habló para algo con la
portera. O con alguien –mi voz debió de ser rara, porque ella se dio vuelta y
me miró.
–No, con nadie. Pero a usted le brillan los ojos,
hijo, usted lo que tiene es fiebre.
No recuerdo qué dije. Lo único que me faltaba
averiguar ya estaba. Nadie podría jurar que la vieja no había muerto, por ejemplo,
una hora antes de mi subida. Porque hubiera sido desastroso, pongamos, que la
viuda comentara: "Pero, si un momentito antes de salir yo estuve con
ella." Entonces dije oía, y me tapé la boca con la punta de los dedos:
–Fíjese, vea lo que tiene esta plancha.
La vieja bajó la cabeza.
Con su Yale cerré la puerta por fuera y entré en mi
pieza. La viuda y su sombrero me esperaban al pie de la escalera. Yo bajaba
con el impermeable puesto. Habrían pasado tres minutos.
En seguida, empezó a llover.
Esa madrugada, al regresar, yo estaba triste.
Recuerdo haber llorado mucho en el velorio de la concuñada de Lanús; recuerdo
que alguien preguntó:
–¿Pariente de la finadita? Le dijeron que no.
–Debe ser un muchacho impresionable.
Ya en mi cuarto, corrí el ropero con todo sigilo.
Estaba mirando la antigua cerradura cuando se me paralizó el corazón: yo nunca
había probado si la llave era realmente de esa puerta. Pero no agreguemos
falsos suspensos; la llave funcionaba perfectamente. De modo que abrí. Es claro
que yo no podía entrar por la puerta del pasillo, pues, al salir, me hubiese
vuelto a quedar con la Yale
de la vieja. Y lo que yo quería era un asesino que entrara y saliera por la
ventana. Otra de las cosas que quería era que el canalla hubiese estado mucho
tiempo allí.
Comencé a revolver cajones. Guardaba en los
bolsillos todas aquellas pavadas que pudieran tener algún valor, el antedicho
collar de grandes piedras, unos pesos, un relojito dorado. En el más absoluto
silencio, desparramé por todas partes sillas, misales, sombreritos. Quizá tardé
horas. Consideré de bastante buen efecto aquel desbarajuste y recordé a tío
Obdulio. "El artista", decía, "crea con el atropellado corazón
de Dionisos, pero su cabeza corrige con la serena frialdad de Apolo."
Perfeccioné algún detalle. El cuarto quedó como si hubiese galopado dentro la
sombra de Gengis Kan.
Dejé la
Yale en el tambor de la puerta, abrí la ventana y, no sin
echar una última mirada de conmiseración al cadáver, volví a mi habitación.
Había puesto en su lugar el ropero, cuando casi grito.
El reloj
eléctrico.
También dormitaba Homero, qué verdad. Con el envión
del planchazo, no sólo se habría desenchufado la plancha sino el triple con
todo lo que tuviese conectado. Y, lógicamente, el reloj estaría detenido a la
hora exacta del crimen. Volví y lo atrasé cuarenta minutos, hora en que por lo
menos diez japoneses podrían jurar sobre el Evangelio de Budha que yo estaba
tomando un express.
Por fin en mi pieza, cerré con llave la puerta
intermedia, corrí el ropero, me acosté y comencé a soñar que Edgar Poe me hacía
un sitio en el Hall of Fame.
A la mañana siguiente tiré el collar en la
trituradora de una obra en construcción. El relojito dorado y la llave se
hundieron fétidamente en la prestigiosa asquerosidad del Riachuelo.
¿Debo contar el espectáculo que presencié esa noche,
cuando volví a la pensión? La viuda gemía perseguida por la Muerte , gritaba que ayer su
comadre, que hoy doña Eulalia, se preguntaba qué sería de nosotros. La modista,
sutilmente, proponía a unas peripuestas amistades de la extinta no sé qué
precios módicos para vestidos de luto. Y entonces reparé en que eran demasiadas
amistades. Y demasiado peripuestas.
BÁRBARO ASESINATO DE UNA
MULTIMILLONARIA EXCÉNTRICA
Ese era el título que, en tipografía de catástrofe,
traía Crónica en su 5ta. edición.
Estaba leyendo que el asesino había sustraído un collar valuado en ochenta y
cinco millones, cuando me desmayé.
Un hombre muy feo, de nariz chata y descomunales y
pesadísimos puños, eso, fue lo primero que vi al despertar. Pero lo de los puños es una experiencia posterior. El
simio se presentó:
–Soy el inspector Debussy.
–Tanto gusto.
–Anoche usted subió a buscar un piloto a las ocho y
cinco, más o menos, verdad.
–Verdad.
–¿No oyó ningún ruido extraño en el cuarto de al
lado?
–No.
–¿No?
–No.
–Curioso. Porque justamente a las ocho y cinco
estaban matando escandalosamente a su vecina.
Era demasiado. Una trituradora había pulverizado
ochenta y cinco millones de pesos y un policía, con unos puños que amenazaban
pulverizarme a mí, demostraba, a pesar de tío Obdulio, ser inteligente. Él
agregó:
–El asesino pensó despistarnos atrasando el reloj.
Je, je. Pero el asesino –Debussy recalcaba esta palabra y me miraba con
brillantes ojitos maniáticos– olvidó un detalle.
–No me diga.
–Le digo. Olvidó que el reloj eléctrico no podía
estar parado a las siete y veinticinco.
–¿No?
Puse mi cara más imbécil, pero el antropoide tenía
razón.
–No. Porque a esa hora la luz estaba cortada. Así
que el crimen no pudo ocurrir sino después de las ocho, o antes de las siete.
Pero, de cinco a siete, el equipo infantil los Tigres de Boedo estuvo
practicando fútbol en el campito del fondo. Edad promedio, ocho años.
Interrogamos a todo el equipo, nadie la mató. Por otra parte, a las siete menos
cuarto, uno de los Tigres desvió un fuerte shot, el esférico entró por la
ventana de la víctima, y ella le devolvió la pelota de goma al golquiper
Pancita Belpoliti, aunque amenazándolo con una percha, gesto que demuestra
cierra ambigüedad de carácter pero que no puede realizarse desde el Reino de
las Sombras, si me permite el tropos. Murió a las ocho y cinco, y basta. Ya
había corriente: la mujer estaba por planchar o planchando, y nadie hace
caminar una plancha eléctrica sin corriente. Je, je.
–Pero, ¿y por qué tenía que ser a las ocho y cinco,
y no a las ocho y diez, o y cuarto? –dije yo–. ¿Eh? Por qué, vamos a ver.
–Porque si hubiera sido después de las ocho y cinco, el asesino nunca habría podido entrar
por la ventana, como parecen demostrarlo los hechos.
–No lo sigo –dije, con una especie de pavor
premonitorio.
–A las ocho y diez empezó a llover. Si la mujer
hubiera estado viva después de las ocho y cinco, ¿no habría cerrado la ventana?
Sin embargo, no la cerró. No podía cerrarla. Los muertos no andan por ahí,
cerrando ventanas.
Fantástico: el protohombre había deducido matemáticamente
la hora exacta partiendo de un hecho que nunca ocurrió, porque nadie había
entrado jamás por esa ventana. Casi se lo digo.
–¿Y entonces? –pregunté.
Se inclinó hacia mí con una mano sobre el corazón.
–Ah, no sé –confesó, bajando la voz–. La verdad, no
entiendo nada.
Tío Obdulio tenía razón. El hombre (es un decir) no
se explicaba la ausencia de ruidos, pero mucho menos podía explicarse que, si
yo había asesinado a la vieja cuando subí a buscar el piloto, hubiese podido
entrar y salir por dos ventanas, caminar ida y vuelta por una cornisa, hacer
todo ese escándalo de muebles volcados y sillas por el piso, y volver a bajar
con el impermeable puesto, todo en menos de cinco minutos.
Dije con lógica:
–Lo del reloj demuestra que el asesino no es del
barrio. De lo contrario, sabría que los jueves cortan la luz hasta las ocho.
El entierro fue imponente: daba gusto. Ahora, al
saber que la vieja había sido multimillonaria, no tenía tantos remordimientos.
Sin embargo, la sola evocación del collar me hacía sentir enfermo.
Tal vez fue por eso que el martes pasado, cuando la
portera me dijo un viscoso buenas tardes, señor, en vez del cotidiano cómo va
eso, don Cacho, no sospeché nada. Y tal vez por eso, cuando agregó lo que
agregó, volví a desmayarme.
Al despertar, esta vez en el Departamento de
Policía, el inspector estaba repitiendo, pero en otro tono, las fatídicas
palabras de mi portera.
–Así que multimillonario, ¿no? Heredero universal,
¿no? Lo felicito, mi amigo. Me imagino que ya lo sabía, je, je.
Dije que sí y de pronto me sentí mortalmente
cansado. Ya lo sabía.
–Lógico que lo sabía –con dificultad silbó entre
dientes, de una manera que debía parecerle muy astuta pero que le daba un aire
horrible, parecía el chimpancé del circo en la prueba más difícil de la
noche–. Por eso la mató.
Yo me callé. Sí, comprendo: pude responder que no,
que al decir "ya lo sabía" sólo quise significar que esta misma tarde
acababa de enterarme. Pero, para qué. Cómo luchar contra gente que descubre a
un criminal y acierta la hora exacta de un asesinato en virtud de un
testamento que no tiene ninguna vinculación con el crimen, y de una ventana por
la que no entró nadie. Por otra parte, de inmediato comenzaron a funcionar los
sobrenaturales puños del investigador. Y confesé. Quede constancia escrita de
que fui torturado.
Lo merezco: ahora soy rico. Y tanta razón tenía tío
Obdulio acerca de la deshonestidad de los pudientes que estoy a punto de poner
un abogado que proteste por apremios ilegales, pruebe que yo ignoraba lo del
testamento, soborne a alguien, y alegue locura temporaria y todo eso.
Hola
ResponderEliminarTu culo contra mis bolas
mm,,mm,mmmm
Eliminarlel
ResponderEliminarA la araya
ResponderEliminarJajsjsjjjajajaja
A la araya
ResponderEliminarJajsjsjjjajajaja